Guillermo Abril /Tomado de Elpais.com
El
viaje comienza como suelen comenzar en Colombia, o al menos eso dice la
cineasta española Chus Gutiérrez (El calentito, Viaje a Hansala), desde
el asiento trasero del taxi, con el móvil en la mano y el rostro
contrariado: “Se ha olvidado de que teníamos una cita”.
Árboles gigantes
de nombres ignotos dan aún una sombra alargada en Santiago de Cali.
Primera hora de la mañana. Íbamos de camino a una de las escuelas de
danza más reputadas. Pero nunca llegaremos. Algunos de sus bailarines
formaron parte de la película Ciudad delirio que Gutiérrez rodó aquí el
año pasado y cuya experiencia, en cuanto al cumplimiento del plan
previsto, resume: “Antes de empezar ya íbamos tarde”. En este lugar, los
chóferes se pierden a menudo. Las personas, de pronto, dejan de
responder al teléfono. Aunque siempre surge alguna alternativa. Las
cosas acaban saliendo. Estos días de verano, por ejemplo, se desarrolla
el Festival Mundial de Salsa. Hay rumba en los cuatro puntos cardinales.
Así que el vehículo enfila hacia otra localización del baile. A eso
hemos venido. A descubrir las raíces del ritmo en el corazón del Valle
del Cauca. A seguir los pasos que la realizadora dio por aquí cuando
aceptó el encargo de escribir y dirigir un filme sobre la locura por la
salsa en esta ciudad tropical. Una comedia romántica con la danza como
hilo conductor. Gutiérrez se pateó escuelas, espectáculos y viejotecas,
las discotecas donde se escucha la salsa más dura. Conoció a los
maestros y a sus alumnos. A los ancianos pioneros. A niños que rumbean
desde la cuna. A melómanos y estudiosos del fenómeno. A cientos de
bailarines. Todos en su película lo son, salvo los protagonistas. Y
todos caleños. Aquí el baile mueve mareas.
Camilo Zamora, bailarín del espectáculo Delirio, minutos antes de salir al escenario. / Gorka Lejarcegi
El taxi se detiene en el centro
de la ciudad cuando el sol comienza a transformar la urbe en una olla al
rojo. Descendemos por unas escaleras hasta las tripas de un centro
cultural del Ayuntamiento. En el salón de actos nos golpea una bola de
humedad y calor de origen humano. Hay luz tenue de guarida prohibida.
Unos 250 cuerpos se mueven como el coral bajo el agua. Cadenciosos y
sincopados. Sin música de momento. El rozamiento de las suelas sobre las
baldosas crea un silencio fricativo. Casi hipnótico. “Un, dos, tres…”,
marca el profesor desde el escenario, “cinco, seis, siete…”. El Mulato.
Uno de los bailarines más famosos de Cali imparte un macrotaller de
salsa. Es uno de los eventos del festival mundial. No cabe un alfiler y
ahora los altavoces suenan a todo trapo. “Una pajarita de verde limón
¡ay! de verde limón”. A velocidad endiablada. El Mulato lanza a su
pareja de un hombro a otro con golpes de muñeca, puntea con las botas y
un calambre recorre sus rodillas. Parece que apenas tocara el suelo. El
público imita como puede; y finalmente respira cuando para la música.
Entre aplausos, su pareja de baile toma un micrófono. Luce una frondosa
melena afro y ropa ceñida con los colores de Colombia. Grita: “¡Cuando
los europeos piensan en nosotros, imaginan cocaína! ¡Pero yo estoy
orgullosa de vestir esta camiseta!”. La bandera del país sudada y a
punto de reventar sobre su cuerpo.
¡Cuando los europeos piensan en nosotros, imaginan cocaína! ¡Pero yo estoy orgullosa de vestir esta camiseta!”
Cali, que aún da nombre a uno de
los cárteles más temidos, se ha convertido desde hace una década en
mucho más que narcotráfico. El baile ha tenido mucho que ver en el
proceso. Saca a chicos de la calle.
Ofrece una alternativa en los
barrios deprimidos. Ha dado una profesión a quien nunca la tuvo. Y ha
colocado a la localidad la etiqueta de destino turístico. Un epicentro
de la salsa, con permiso de Cuba y Puerto Rico. Donde todo el mundo
baila y las escuelas dan aliento a la juventud en riesgo de exclusión.
Tras la clase, Chus Gutiérrez nos guía hasta una de las academias más
prestigiosas, Stilo y Sabor. Esta vez no hay problemas con la cita. Se
abre una reja y ascendemos por unas escaleritas, en cuyos muros cuelgan
fotos viejas de leyendas, con apodos extravagantes como Jimmy Boogaloo,
el creador del pasito cañandonga.
La primera planta es diáfana. Suelo de
baldosas pulidas. Las ventanas abiertas, por donde entra el calor
sofocante, vierten sobre una autopista. En un recorte de periódico
enmarcado se lee: “Viviana Vargas y Ricardo Murillo, campeones mundiales
de salsa en 2005”. Desde la planta superior llega la melodía de Stand
by me con ritmo latino. Una pareja baila. Cuando notan la presencia de
Chus Gutiérrez, el hombre deja la danza y se acerca y le da un abrazo a
la cineasta. Se llama Camilo Arias, tiene 20 años y el porte de un
atleta. Es instructor de baile en la escuela. Entrenó a la actriz
española Ingrid Rubio, secundaria en la película. Y él también aparece
fugazmente. No hace mucho se vio en pantalla, cuando Ciudad delirio se
estrenó en este país (ha llegado a los cines de España el 5 de
septiembre). Y dice: “Acá fue una revolución. Se formaban filas desde
mediodía para conseguir entradas para la noche”. Y añade lo bien que le
ha venido a la ciudad sacudirse el polvo de encima. El polvo blanco que
le dio fama; y el reguero de sangre roja que aún baña las calles.
El público disfruta del IX Festival Mundial de Salsa. / Gorka Lejarcegi
Arias se formó como bailarín en
una academia de la comuna 20, en uno de cuyos barrios, Siloé, un
laberinto de construcciones crecidas sin control en una loma, se
concentran algunas de las pandillas más temibles. Colombia sigue siendo
uno de los países del mundo donde resulta más fácil perder la vida de
forma violenta. Sumó algo más de 14.000 homicidios en 2013, según el
informe Forensis. Cali, la tercera ciudad más poblada del país,
acostumbra a situarse en los primeros puestos de esta terrible espiral.
El año pasado fueron asesinadas aquí unas 2.000 personas. En 2011, con
cifras similares, cerca del 90% fueron abatidas con arma de fuego. “Ver a
Cali en la pantalla y encontrarnos en algo artístico fue chévere”,
añade Arias en la trastienda de la escuela, rodeado de los vestidos de
lentejuelas con los que un grupo de alumnos competirá en la final del
mundial de salsa. Entre los trajes destaca una braga dorada y con
flecos. Esta la vestirá Viviana Vargas, la fundadora y maestra.
Acá ‘Ciudad delirio’ fue una
revolución. se formaban colas desde mediodía para conseguir entradas
para ver la película por la noche”
Vivi, así llaman todos a esta
mujer radiante y menuda, tiene 28 años. En la película de Gutiérrez
preparó a la protagonista, la actriz colombiana Carolina Ramírez, cuyo
rol en Ciudad delirio recuerda bastante a la vida real de Vargas:
instruye a chicos en una academia y prepara con ellos una coreografía
para ser aceptados como bailarines de un espectáculo llamado Delirio,
una especie de Circo del Sol de la danza. El show existe en la realidad
y, para Vargas, esta historia ocurrió hace tiempo. Su escuela, Stilo y
Sabor, aporta 49 bailarines (ella incluida) al espectáculo de Delirio;
29 de ellos son niños; la más pequeña tiene cinco años, se llama
Alejandra Arcos, y en la coreografía es volteada y cargada por su
pareja, Juan Felipe Orozco, de ocho, campeón infantil en la World Latin
Dance Cup 2013 de Miami. “Se nos creció el semillero”, dice Vargas sobre
la cantera de su escuela, que ahora mismo cuenta con 80 alumnos.
Viviana Vargas, campeona mundial
de salsa en 2005, es fundadora y maestra de la escuela Stilo y Sabor,
una de las mecas de la salsa colombiana. En la imagen, retratada antes
del espectáculo Delirio. / Gorka Lejarcegi
Ella es una leyenda en la
ciudad. A los 16 años abandonó los estudios porque su mamá, cuenta, “no
tenía plata” para que siguiera entre libros. Se apuntó a una escuela de
baile para no pasar todo el día “viendo novelas”. El bailarín Ricardo
Murillo la tomó allí como pareja. Durante tres años, Vargas entrenó
hasta que, según dice, estuvieron a punto de estallarle los dedos. En
2005 compraron unos billetes a Estados Unidos y compitieron en un torneo
en Las Vegas: los Campeonatos Mundiales de Salsa (más tarde fueron
rebautizados como World Latin Dance Cup). Ganaron.
El galardón descansa en lo más
alto de la pared con trofeos de la escuela. Las imágenes de aquella
competición, televisada por la cadena ESPN, llegaron hasta Cali. Y
resultó en un resurgir de la conciencia bailarina de la ciudad. Llevaban
años gestando una identidad propia en el ritmo. Una salsa ultrarrápida y
eléctrica. Diferente al resto. Ecléctica, creativa. Caleña, dicen los
entendidos. Capaz de mezclar los pasos más puros con los de Fred Astaire
y Michael Jackson (hay fotos de ambos en las paredes de la escuela de
Vargas). Con aquella victoria, los caleños se empezaron a mirar los pies
con dignidad. Un año después comenzó a organizarse el Festival Mundial
de Salsa en la ciudad; se creó el espectáculo Delirio, que atrae público
de todo el mundo; la Feria de Invierno de Cali organizó por primera vez
un desfile multitudinario, con 1.300 bailarines, y lo bautizaron el
salsódromo, al modo de la samba en Río de Janeiro. De pronto, la salsa
estaba por todas partes. Pero los caleños aún están intentando descifrar
cómo ocurrió. La fiebre no existe en ninguna otra ciudad de Colombia. Y
probablemente ya no sea tan intensa ni en Cuba ni en Puerto Rico. Cali
ni siquiera es una localidad del Caribe, la cuna de los ritmos latinos.
Se encuentra al sureste del país, cerca del Pacífico. Su historia
salsera está aún por escribirse. De momento, pertenece a la tradición
oral. Y gran parte de ella sigue viva.
El mayor esplendor coincidió con el auge de la economía del narco. Todo lo que habíamos escuchado en discos lo veíamos en vivo”
Al atardecer, en una plaza al
aire libre, un hombre se pasea vendiendo cucuruchos de maní entre sillas
de plástico. Desde el escenario, el presentador anuncia el título del
“conversatorio” de esta noche: ¿Por qué Cali baila así?, otra de las
actividades del Festival Mundial, en el que una decena de invitados, que
rondan los 70 años y tienen el rostro mestizo y arrugado, irán tomando
el micrófono para hablar de los años treinta, cuando aparecieron las
primeras emisoras de radio y proliferaban los locales “con bombillo
rojo” adonde “llegaban la guaracha y el mambo y toda la música que
algunos llamaban antillana y otros cubana”. Y hablarán de la “zona
negra”, también conocida como “zona de tolerancia”; y del aluvión de
inmigrantes de Ecuador, de la selva, del Pacífico que irrumpió con la
industrialización y se asentó en el barrio obrero, donde nacieron
negocios nocturnos como el Rayo X o el Mickey Mouse, donde escuchaban
los “discos de acetato” que venían de Nueva York, pues allá habían
emigrado los artistas cubanos tras la revolución; y fueron esos músicos,
y los puertorriqueños, quienes perfilaron en los sesenta un ritmo nuevo
llamado boogaloo; y cuando éste aterrizó en Cali “cambió el sistema”,
pues la memoria cuenta que alguien en la ciudad, nadie sabe quién,
decidió acelerar aquellos discos y los hizo girar a 45 revoluciones por
minuto en las discotecas (en lugar de a 33), y así “la vieja escuela”
aprendió a bailar de forma acelerada y fuera de clave, creando un estilo
propio, cuando la salsa era considerada aún música de “negros y
marihuaneros”.
Un grupo de bailarines espera en su camerino el momento de salir a actuar en el espectáculo Delirio. / Gorka Lejarcegi
“El momento de mayor esplendor
coincidió con el auge de la economía del narco”, cuenta al día siguiente
el investigador y cronista del ritmo Umberto Valverde, uno de los
fundadores del Festival Mundial. Los capos eran de origen popular. El
dinero circulaba a espuertas y las discotecas contrataban a las mejores
orquestas. “De pronto, todo lo que habíamos escuchado, a través de
discos y emisoras, lo podíamos ver en vivo”. En los noventa, Nueva York
va perdiendo la pulsión latina. En Puerto Rico se entregan al reggaeton.
Y Cali, según Valverde, queda como capital cultural y guardiana del
saber.
Hoy la salsa es una industria
efervescente capaz de reunir a 3.000 personas una tarde en la plaza de
toros, para ver las semifinales de los mundiales entre gritos y
pancartas, mientras otro millar acude al espectáculo Delirio, más
selecto y exclusivo, en otra esquina de la ciudad. Salsa para todos los
públicos. Pero, de momento, en compartimentos estancos. Tal y como
explica la secretaria de Turismo y Cultura, María Helena Quiñónez
Salcedo, que mueve los hombros al compás de la música en la tribuna de
personalidades del festival, “hasta la clase alta va ahora a bailar a la
carpa de Delirio. Allá van los estratos 5 y 6. Acá”, dice refiriéndose a
la plaza de toros, “vienen el 3, 2, 1 y 0”. En pocos lugares persiste
tanta conciencia de clase como en Colombia. A esto ayuda la mencionada
división social por estratos, que distingue seis clases diferentes, en
función de la renta. En teoría, la gradación ayuda a determinar ayudas
estatales. Pero algunas voces la critican, pues perpetúa la segregación.
En el aeropuerto de Cali, por ejemplo, un enorme cartel anuncia pisos
de lujo con un llamativo “Estrato 6” en un rótulo destacado.
Si no fuera por el baile, ya estaría muerto”, dice Orlando Urreste, de 29 años. “Para mí la salsa es la posibilidad de cambio”
“Todo caleño rico o pobre tiene
la salsa en la sangre”, apacigua Andrea Buenaventura, directora
artística del espectáculo Delirio. “Esta es una ciudad explosiva.
Festiva. Con una mezcla de gente, razas y procedencias. Y un 60% de
afrodescendientes”. Buenaventura cuenta que gracias al show han logrado
“subir la autoestima” de una ciudad “muy golpeada por la relación entre
el narcotráfico y la cultura popular”. Delirio nació en 2006. Iba a ser
un espectáculo aislado de seis funciones. “Pero Cali estaba ávida de
algo como esto. Destapó la olla. Y se quedó”. Su cuerpo de baile, de 180
artistas, se nutre de cuatro escuelas. Buenaventura calcula que habrá
unas 50 en la ciudad. Cerca de 1.250 bailarines profesionales. Otros
2.500 en el proceso. Su espectáculo se ha convertido en el vértice de la
pirámide. El escenario al que quieren acceder los chavales de los
barrios para ganarse la vida con los pies. Tipos como Orlando Urreste.
Corpulento. Con rastas. De 29 años. Que suele decir: “Si no fuera por el
baile, ya estaría muerto”. Y añade: “Desde niño había alguien siempre
en la esquina. De mis amigos, hay varios que ya no existen. Yo lo llamo
limpieza social. Acaban cayendo justos por pecadores”. Y concluye: “Para
mí la salsa es la posibilidad de cambio”.
Delirio dura tres horas. Se
representa una vez al mes. Entran mil personas en la carpa. Desde hace
ocho años han prevendido el 100% de las entradas. Y no es barato:
150.000 pesos colombianos, unos 75 euros (el PIB per capita aquí ronda
los 6.000 euros, menos de un tercio del español). El pasillo de acceso a
la carpa, donde ofrecen un Chivas 12 años, es un desfile de la
beautiful people (la gente guapa) en el que abunda el tacón de vértigo.
El espectáculo cambia cada poco tiempo. Asistimos a uno titulado Mulier,
que narra una historia muy local: la de cómo una ciudad se transforma
gracias a la danza. Sentada en una de las primeras filas, Chus Gutiérrez
se nos acerca al oído de vez en cuando y dice: “Mira Camilo, ¡qué
guapo!” y “¡Ahí está Viviana!”. Muchos de estos bailarines aparecen en
su película. El espectáculo comienza con una radio en medio del
escenario en la década de los años treinta. A partir de ahí, las
coreografías van recorriendo todos los estilos, del foxtrot al
chachachá. Hasta encontrar el suyo propio. El caleño. Entonces la
orquesta acelera el ritmo. Los zapatos comienzan a echar humo con el
repique. Y los bailarines, sobre las tablas, yerguen la cabeza con
orgullo frente a un público de alto poder adquisitivo.