El
presente artículo fue escrito por Juan Bosch, siendo Presidente
Constitucional de la República, con motivo del Día de las Madres. Fue
publicado en el periódico El Caribe del 26 de mayo de 1963.
La madre en el drama histórico de la isla
JUAN BOSCH
Hoy es Día de las Madres. Lo
celebramos el último domingo de mayo y deberíamos hacerlo el primer día
de la primavera, cuando la tierra entra en su nueva etapa de fecundidad;
cuando el mundo en que vivimos da de sus entrañas todas las fuerzas
ocultas que Dios ha puesto en él para que pueda ofrecer al hombre los
mejores frutos, las flores más bellas, las mieles más ricas y los cantos
más armoniosos de las aves.
En la religión católica de
nuestro pueblo, la Madre es María, la virgen de los siete dolores. Y
está bien que sea así porque salvo el momento en que ve nacer al hijo y
oye su primer grito, cuando la alegría de haber traído al mundo una
nueva vida la embriaga como una copa de licor divino, la madre siempre
sufre: sufre el dolor físico del alumbramiento y sufre toda la vida el
dolor moral del miedo; miedo a que su hijo se le enferme o no sea el
hombre bueno que ella espera o no resulte tan inteligente como lo
desearía, y sufre cada hora la anticipación de la muerte de su criatura.
Con los siete puñales del dolor clavados en su corazón, la madre de
Jesús es el símbolo de la madre cristiana, y es por tanto el símbolo de
la madre dominicana. ¿Quién ha sufrido más que esta madre dominicana?
Sufrió cuando era india y
llegaron los conquistadores españoles y echaron perros bravos al monte
para cazar el hijo indio, y cuando tuvo hijo español y lo vio partir a
la guerra para salvar el país de los piratas; sufrió cuando ya no era
india ni española, sino mestiza y con la llegada de los esclavos, a
quienes los amos arreaban a latigazos, comprobó que había razas
sometidas y la suya era una de ellas; y sufrió cuando era madre esclava y
veía nacer al hijo condenado a la esclavitud, o cuando fue negra libre y
tuvo hijo del español y supo que ese hijo no sería bien querido porque
nunca sería de la raza pura del padre.
La madre dominicana sufrió
cuando los bucaneros se metieron tierra adentro disparando sus arcabuces
y tomando presos a los pobladores; sufrió cuando el rey de España
ordenó que se dejaran despobladas las ciudades del Oeste y del Norte y
ella tuvo que hacer a pie, junto al hijo, los largos caminos hacia la
Capital; sufrió cuando sus hijos tuvieron que ir a la guerra para
reconquistar la Tortuga y para echar a los franceses hacia el mar y
sufrió mucho más cuando llegaron los días de las guerras sociales en
Haití y cuando los haitianos entraron en la parte española y pasaron a
cuchillo poblaciones enteras en Santiago, en Moca, en Cotuí y en las
rutas del Sur.
Cuando los hombres combatían en
Palo Hincado, cuando el hombre mataba a los sitiados de la Capital,
cuando se luchaba, en fin, para volver a hacer española la colonia que
había caído en poder de Francia, fue ella, la madre dominicana, la que
vio a los hijos partir hacia las batallas y enflaquecer hasta la muerte
en la ciudad sitiada.
Para hacer la Patria, entre 1844
y 1855, ¿quién dio hijos si no ella? ¿Quién quedaba con el corazón
atribulado cuando los hombres iban a combatir en Azua o en Santiago? ¿De
dónde habían salido los que cayeron en Las Carreras y en Beller si era
del vientre de la madre dominicana? ¿y por qué rodaban a chorros las
lágrimas cuando al poblado lejano, al campo perdido, llegaba la noticia
de la muerte de un combatiente, si no era por las mejillas secas de la
madre?
La madre dominicana llevó sobre
su alma el peso de la guerra cuando los españoles volvieron al país
traídos por Santana y el pueblo se sublevó en Capotillo y comenzó
aquella lucha sangrienta contra los que habían sido portadores de la
civilización cristiana para sembrarla en nuestro suelo y en esa nueva
ocasión eran ocupantes extranjeros de una República que a lo largo de
once años había luchado en los valles y las lomas de la frontera y en
las aguas del mar para que sus hijos fueran dueños de su patria.
Mientras los hombres se mataban en Guanuma, en Puerto Príncipe en el
Canal de Paya, en los arenales de la Línea Noroeste, la madre dominicana
esperaba en el bohío o en la casa de yaguas del pueblo que le llegara
la noticia de que el hijo había caído en la batalla.
Madre adolorida como la nuestra,
ninguna; madre con el corazón deshecho por la angustia como la de
nuestro pueblo, ninguna. Pues llegó la hora en que la bandera española
se fue alejando mar afuera; pero los dominicanos, acostumbrados a matar
para defender su República, siguieron matándose entre sí; y se mataban
un día y otro, un mes y otro, un año y otro, hasta que el brazo fuerte
de Ulises Heureaux impuso la paz; solo que la paz fue la obra del crimen
y con el crimen llegó el miedo a sentarse en el umbral de todas las
puertas y entonces la madre sufrió de miedo y en cada pisada que
resonaba en la noche creía ver llegar a los que iban en busca del hijo
para fusilarlo en el cruce de dos caminos o para encerrarlo de por vida
en una cárcel pestilente o para llevárselo a la fuerza a servir en los
cuarteles.
Madre dominicana, árbol del
sufrimiento, ¿quién iba a decirte que del cadáver del tirano, caído a
tiros en Moca, iban a salir los infiernos de la guerra civil? Pero
salieron, y durante diecisiete años de espanto viste a tu hijo irse a
los combates y miles de veces no lo viste y nunca supiste en qué perdido
matorral quedó su cuerpo con una vena rota por donde la sangre que tú
le diste había salido a chorros llevándose la vida que tú creaste para
que fuera útil y hermosa.
Madre adolorida, esta República
descansa en la base misma de tu corazón; está nutrida por tu dolor, por
el dolor que padeciste cuando la infantería de marina norteamericana se
adueñó de esta tierra y se llevó tu hijo a empujones para que no
protestara por el atropello que le habían hecho a la patria; está
nutrida por tu dolor de siglos, sobre el cual apenas es una luz lejana
el recuerdo de algunos días de paz perdidos entre los muchos días de
padecimientos.
Tras unos pocos de esos días de
paz, cuando la bandera de la cruz hubo flotado en los cielos donde flotó
la de las barras y las estrellas, cayó sobre ti el espanto; cayó como
una ave de piedra en cuyos ojos fulguraba el crimen; cayó y se posó
sobre la República y la cubrió de la costa a la montaña, del mar al río,
de la arena al árbol, de la calle al nido. ¿De dónde vino Rafael
Leonidas Trujillo, llama oscura, fuego ardiente y sin luz, señor de la
maldad? ¿Por qué asesinó a tu hijo en los bosques, por qué lo torturó en
La Cuarenta, por qué echó sus despojos al mar, por qué te lo lanzó al
exilio? ¿Cómo se explica, madre dominicana, que tu alma pudiera resistir
tanto tormento y no estallara? ¿Quién podrá decirnos por qué no se secó
tu vientre; debido a qué milagro seguiste dando hijos para que la
tiranía los triturara?
Hoy recuerdas con horror los
días en que a la hora de la comida tu hijo tardaba y a ti se te encogía
el alma pensando si no había caído en manos de los esbirros; las tardes
en que rondaban por tu casa caras desconocidas y esa noche el hijo que
había salido a pasear con los amigos no volvía a la hora acostumbrada y
tú no podías dormir loca de sufrimiento, y temblabas a cada ruido
esperando la peor de las noticias.Madre dominicana, ¿cómo pudiste
resistir treinta y dos años de crimen? Treinta y dos años es demasiado
tiempo para sufrirlos con una lanza clavada en el corazón. En esos
treinta y dos años, todas las noches fueron de pavor; y si tú pudiste
padecerlos es porque la resistencia de tu alma es infinita.
Ciertos pueblos antiguos
construían sus viviendas sobre el cadáver de un niño. Los cimientos de
la patria dominicana están hechos sobre el dolor de la madre. No han
sido los que han caído en los combates ni los torturados en las
prisiones ni los fusilados en la noche ni los echados al exilio los que
más han sufrido; ha sido ella, la madre, la que siempre tiene en el
pecho una fuente inagotable de ternura y a la vez una llaga de amor que
jamás se cierra.
En este día de las madres
debemos consagrar una hora a ella; a la madre de todos, a la que cada
día pasa por nuestro lado sin que sepamos su nombre; a la que ya murió y
a la que aún vive. No pensemos sólo en la nuestra, en la que nos llevó
en su entraña y nos cobijó con su amor.
Esa es siempre la más bella
aunque sus rasgos sean toscos; la más joven aunque tenga ochenta años y
peine canas; la más saludable aunque esté en lecho de enferma; la más
alegre aunque el sufrimiento la haya deformado; la siempre viva aunque
haya muerto. Pero la otra, la de todos, la madre del sufrimiento
dominicano, la madre que dio hijos para que hicieran patria y los dio
para las guerras civiles y los dio para restaurar la República y los dio
de nuevo para que los caudillos los enviaran a la muerte; la madre
dominicana que parió víctimas para la tiranía… ésa es la raíz misma de
este pueblo, la fuente de su vida y tal vez la única explicación de su
existencia.
Sea para ella nuestra
veneración… Pero nuestra preocupación debe ser para la madre pobre; la
que en los ranchos de las ciudades y en los bohíos de los campos, a la
luz de la jumiadora o de la lámpara, ha estado junto al catre o junto a
la barbacoa del hijo enfermo, vigilando con ojos endurecidos por el
trasnocho y rogando al Dios de las alturas, con palabras atravesadas por
el dolor, la salvación del enfermito.
Nuestros pensamientos son hoy,
Día de las Madres, para esa que se levantó atormentada, buscando con
ojos sin sentido en los rincones de la vivienda algo con qué hacer
comida para sus hijos, los hijos del hambre que ella trajo al mundo con
tanto amor como la señora encopetada, pero desdichadamente sin la
comodidad de la señora encopetada.
Madre dominicana pobre, fuente
del sufrimiento, flor de lágrimas: tus hijos duermen sin sábanas, tus
hijos se levantan desnudos y pasarán el día desnudos o vestidos de
harapos; tal vez tus hijos no comerán en este Día de las Madres. Pero
ten la seguridad de que miles y miles de dominicanos oran y luchan para
que en esta tierra que te debe tanto amanezca un día la justicia sentada
en la loma más alta y en el bohío más humilde, con las dos manos llenas
del pan que te has ganado con tu dolor en todos los años de nuestra
historia.
Que el Señor te bendiga en este día, madre dominicana