Santo Domingo - sep. 08, 2025 | Diario Libre
El caso Maxi Montilla se presenta como un hito en la lucha contra la corrupción. Tres mil millones de pesos recuperados, casi cincuenta millones de dólares, parecen el punto más alto en la carrera delictiva de un individuo.
Pero esa mirada es corta. Se olvida el entorno que lo cobijó, la trama clientelista que ha convertido al Estado en un botín de repartición, el suelo fértil de impunidad sobre el que florecen saqueos de toda índole.
El error es buscar toda la responsabilidad en la cúspide. Al enfocar solo hacia arriba se pierde de vista el engranaje que lo sostiene: funcionarios menores que ejecutan, burócratas que sellan, empresarios que se benefician, ciudadanos que callan y hasta aplauden. La corrupción dista de un rayo solitario que cae desde el poder, es un clima compartido, un aire enrarecido que se respira en la política y en la sociedad. Es ahí donde se incuban las fortunas súbitas y las carreras que buscan el pillaje.
No se roba en soledad. Se necesita un ecosistema de complicidad, silencios interesados y una cultura política que santigua la cercanía al poder como oportunidad de enriquecimiento. El acuerdo judicial, con toda su contundencia económica, es lo mejor que puede lograrse dentro de una justicia lenta, frágil e ineficaz. Aun así, no basta para resarcir el daño social ni desarmar la maquinaria de la corrupción.
El castigo moral debería ser la condena perpetua al desprecio. Pero surge la pregunta incómoda. ¿Puede exigirse tal sanción a una sociedad que suele condonar el robo público, que aplaude al corrupto mientras reparte favores y patrocinios?
Montilla es apenas un nombre propio en una nómina infinita de depredadores. En República Dominicana la corrupción nunca muere, solo cambia de apellido.
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Aníbal de CastroAníbal de Castro
Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.