Por décadas, la guitarra de Silvio Rodríguez ha sido mucho más que un instrumento musical: ha sido un arma de resistencia, un espejo de contradicciones y un grito de esperanza. En un mundo donde la música a menudo esquiva la política por temor a perder relevancia, Silvio, el trovador cubano, ha hecho de sus canciones un manifiesto vivo, un espacio donde la poesía y la militancia se entrelazan para desafiar al poder, celebrar la lucha y, en los últimos años, cuestionar los cimientos de la propia Revolución Cubana que tanto defendió.
Sus canciones políticas no son meros himnos: son reflexiones profundas, cargadas de melancolía y utopía, que nos obligan a preguntarnos qué significa ser revolucionario en un mundo que parece haber olvidado el sueño colectivo.
Más allá del músico, Silvio Rodríguez representa una coherencia ética poco común en el panorama cultural latinoamericano. Humano, sensible y profundamente solidario, ha acompañado las causas más nobles de su pueblo sin abandonar su postura crítica ni su ternura hacia los más humildes. Además de trovador, es diputado de la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba, donde ha defendido con firmeza la justicia social, la libertad de pensamiento y la necesidad de mantener viva la esencia humanista de la Revolución. Su compromiso no es de palabra, sino de vida: recorrió fábricas, escuelas y campos con su guitarra al hombro, llevando esperanza donde la política no siempre llegaba. En él conviven el artista y el hombre del pueblo, el intelectual que no se encierra en la élite, sino que baja al barrio, escucha, conversa y siente. Quienes lo han tratado de cerca destacan su sencillez, su trato cálido, su disposición a tender la mano a quienes menos tienen.
Silvio no habla desde los privilegios, sino desde la calle, desde el polvo del obrero y la esperanza del campesino. Su compromiso con los desposeídos no ha sido una pose ideológica, sino un acto constante de coherencia, de amor al pueblo y de fidelidad a los principios más nobles de la Revolución. Esa mezcla de artista, legislador y ciudadano comprometido lo convierte en una figura esencial de la historia política y cultural de nuestra América.
Descubrí a Silvio Rodríguez por allá por el año 2004, casi por casualidad, y desde entonces su música se quedó conmigo como una forma distinta de entender la vida. Me enamoré de su prosa, de su sensibilidad, de la profundidad de sus letras que no solo cantan, sino que piensan y despiertan. Sus canciones me enseñaron que la política también puede ser poesía, y que el amor y la revolución pueden coexistir en una misma melodía. De todas sus obras, El Necio es mi favorita: esa confesión rebelde, terca y fiel a los ideales, refleja exactamente lo que uno siente cuando decide mantenerse firme en sus convicciones, aunque el mundo entero cambie de rumbo.
El Necio (1991), escrita en el ocaso de la URSS, es un grito de resistencia frente a quienes pedían que Cuba renunciara a su sueño socialista. “Yo me muero como viví”, declara Silvio, no con arrogancia, sino con una convicción que roza el martirio. Pero no es una canción ciega: reconoce la crisis, la “locura” de la utopía, y aun así la abraza. En ese tema, Silvio no canta solo por Cuba; canta por todos los que se niegan a traicionar sus principios, por quienes prefieren ser llamados necios antes que conformistas. Cada verso parece un manifiesto contra la renuncia, una defensa poética del derecho a creer, incluso cuando la fe cuesta caro. Por eso, cada vez que la escucho, siento que Silvio no solo canta por su isla, sino por todos los que aún creemos que resistir también es una forma de amar.
Pero antes de llegar a esa madurez reflexiva, su guitarra había sido, durante décadas, testigo de una Revolución que aprendía a soñar y a dudar.
Cuando escucho Fusil contra fusil (1968), siento el pulso de una Cuba que apenas comenzaba a soñar en grande tras la victoria de 1959. La canción, con su tono épico y sus acordes simples, no solo exalta la lucha armada contra el imperialismo, sino que transforma el sacrificio en un canto de dignidad. Silvio, entonces un joven inmerso en la Unión de Jóvenes Comunistas, usaba su guitarra para narrar la gesta de un pueblo que se negaba a rendirse. Pero incluso en esos días de fervor, canciones como Debo partirme en dos (1969) revelaban una sensibilidad distinta: la de un artista atrapado entre su compromiso revolucionario y las censuras de un sistema que, a veces, temía la honestidad de sus propios poetas. Con ironía, Silvio cantaba sobre partirse en dos, como si intuyera que la Revolución no siempre sabría abrazar a sus críticos más leales.
Me acosa el carapálida (1983) lleva esta crítica al extremo, con una ironía mordaz contra el “soldado yanqui” y su maquinaria deshumanizadora. Silvio no solo canta contra el enemigo externo; nos invita a resistir la fragmentación que el capitalismo impone. Su música, con acordes que evocan tensión y repetición, convierte la denuncia en un acto de comunión, un recordatorio de que la lucha es colectiva.
Si los 60 y 70 fueron años de fervor, los 80 y 90 trajeron la duda. La caída del bloque soviético y el Período Especial en Cuba pusieron a prueba la utopía revolucionaria, y Silvio no se quedó callado. La Maza (1979) es quizás su canción más universal: un canto a la fe en el pueblo, pero también una advertencia contra la superficialidad. “Si no creyera en la locura, en la garganta del sinsonte”, canta, como si temiera que la Revolución pudiera traicionarse a sí misma. Es una canción que no consuela, sino que exige: sin el pueblo, el artista no es nada. En El reino de todavía (1996), Silvio va más lejos, imaginando un comunismo abierto, sin manuales, donde lo “todavía no” es un horizonte de posibilidades. Estas canciones, cargadas de melancolía, no renuncian a la esperanza, pero sí cuestionan: ¿qué queda de la Revolución cuando el pueblo pasa hambre?
Hoy, a sus 78 años, Silvio Rodríguez sigue siendo una figura polarizante. Para algunos, es el trovador oficialista que justifica al régimen cubano; para otros, un crítico valiente que, desde adentro, señala sus fallas. Sus declaraciones recientes, pidiendo amnistía para los manifestantes del 11 de julio de 2021 o clamando por “revolucionar la revolución”, muestran a un Silvio que no se conforma. En su concierto de 2025 en la Universidad de La Habana, con la bandera cubana de fondo, su voz sonó como un puente entre el pasado heroico y un presente lleno de grietas. “Ojalá que las cubanas y cubanos de vergüenza no permitamos la indignidad”, dijo alguna vez, y sus canciones parecen repetir ese deseo.
Silvio Rodríguez no es solo un músico; es un cronista de la utopía herida. Sus canciones políticas nos recuerdan que la revolución no es un destino, sino un proceso lleno de contradicciones. Nos desafían a no rendirnos, a transformar el dolor en acción, a soñar incluso cuando el mundo parece desmoronarse. En un tiempo donde la política a menudo se reduce a consignas vacías, Silvio nos enseña que cantar es resistir, y que la poesía puede ser el arma más poderosa de todas.
Quizás por eso, cada vez que su voz resuena con un simple “Ojalá”, sentimos que algo dentro de nosotros también despierta. Porque los que crecimos con sus canciones no escuchamos solo melodías: escuchamos memorias, luchas, derrotas y esperanzas. Silvio nos recuerda que aún hay sueños por conquistar, heridas por cerrar y utopías por defender.
Y mientras haya una guitarra encendida en la oscuridad, un pueblo que aún crea en la dignidad y un trovador dispuesto a cantar contra la indiferencia, la política seguirá siendo poesía. Porque pocas veces la guitarra ha sido tan política como en las manos de Silvio Rodríguez, un hombre que convirtió la canción en conciencia y la utopía en melodía, recordándonos que, aunque herida, la utopía sigue viva.
