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lunes, 3 de noviembre de 2025

LUÍS A. PELAEZ A.: El punto de inflexión del PLD hacia el 2028

Por Luís Alberto Peláez Andino
En el corazón del torbellino político dominicano, donde las alianzas se forjan con astucia y las lealtades se prueban en cada elección, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) ha tejido una narrativa de victorias épicas y derrotas que resuenan como capítulos de una novela épica.

El PLD pasó de ser sinónimo de modernidad, institucionalidad y progreso a convertirse en símbolo de agotamiento político y desconexión social. Su historia, marcada por grandes triunfos y profundas fracturas, es también el reflejo del país que ayudó a construir y, en parte, a decepcionar.

El telón se levantó en 1996, cuando Leonel Fernández, un joven abogado formado en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), irrumpió como candidato presidencial del PLD. Antes de ello, Fernández había sido candidato vicepresidencial acompañando a Juan Bosch en las elecciones de 1994 y se desempeñó como secretario de Relaciones Internacionales del partido, cargos que lo proyectaron dentro de las bases peledeístas y lo posicionaron como una figura emergente dentro de la organización. Sus relaciones políticas y personales con Danilo Medina también le sirvieron de sustento político en aquel momento, facilitando su ascenso y consolidación dentro de la estructura partidaria, compitiendo contra Norge Botello y Euclides Gutiérrez Félix en el proceso interno de ese partido, celebrado el 21 de abril de 1995. Fernández, entonces un líder emergente y pupilo de Bosch, ganó con un 95 % de los delegados, un respaldo abrumador que consolidó su liderazgo en el partido. Cabe señalar que contó con el apoyo de dirigentes como Danilo Medina y Temístocles Montás, quienes manejaban al dedillo las estructuras de ese partido.

Estos roles partidarios y su victoria interna consolidaron su liderazgo dentro del PLD, proyectándolo como la figura llamada a renovar la imagen del partido tras años de discreta presencia electoral. En las elecciones de 1996 se enfrentó al titán del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), José Francisco Peña Gómez, y Fernández parecía un contendiente improbable. Sin embargo, en un giro digno de un estratega, selló una alianza con Joaquín Balaguer, el patriarca del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), quien, en el crepúsculo de su carrera, vio en Fernández una vía para frustrar al PRD. Este “Frente Patriótico” cambió el juego: en la segunda vuelta, Fernández se alzó con el 51.25 % de los votos, derrotando a Peña Gómez. Su victoria marcó el primer gobierno peledeísta, una era de modernización económica que llevó al país a un crecimiento sin precedentes, consolidando al PLD como una fuerza de vanguardia.


El año 2000 trajo un revés que sacudió los cimientos del partido. Con Fernández impedido de reelegirse por la Constitución, el PLD apostó por Danilo Medina, un ingeniero químico y discípulo leal de Bosch. Medina representaba la continuidad, pero enfrentó a un carismático Hipólito Mejía, del PRD, cuya campaña populista conectó con un electorado agotado por la percepción de elitismo del PLD. Los resultados fueron ajustados: Mejía obtuvo el 49.87 %, mientras Medina alcanzó el 33.7 %. Aunque Mejía no logró el 50 % necesario para ganar en primera vuelta, Medina, en un gesto estratégico para evitar una segunda ronda que parecía perdida y preservar la estabilidad política, reconoció la victoria de su rival. Este acto de pragmatismo, aunque digno de reconocimiento político, supuso un golpe para el orgullo peledeísta. El PLD volvió a la oposición con la tarea de recomponerse y entender las causas de su desconexión con el electorado, especialmente con las bases rurales y los sectores populares que alguna vez aspiró a representar.

El exilio fue breve. En 2004, Leonel Fernández regresó con ímpetu arrollador, encabezando la boleta del PLD. El gobierno de Mejía, azotado por una crisis económica con inflación desbocada y devaluación del peso, se tambaleaba. Fernández, con una campaña que prometía estabilidad y progreso, arrasó con el 57.11 % en la primera vuelta, sin necesidad de balotaje. Su retorno consolidó al PLD como una máquina política, impulsando reformas educativas e infraestructura que resonaron con una nación hambrienta de modernidad. Fernández se convirtió en el arquitecto de un partido aparentemente invencible.


En 2008, Fernández buscó la reelección, habilitado por una reforma constitucional de 2002. Enfrentando a Miguel Vargas Maldonado del PRD, navegó sobre un boom económico y alianzas estratégicas, ganando con el 53.83 %. Sin embargo, comenzaron a surgir diferencias internas, fruto de estilos de liderazgo y percepciones sobre la conducción del partido, que poco a poco fueron dejando entrever las primeras grietas en la cohesión peledeísta.

El relevo llegó en 2012, cuando Danilo Medina tomó la batuta. Fernández, tras dos mandatos consecutivos, respaldó a su antiguo rival interno, reconociendo su destreza administrativa. Medina enfrentó a Mejía en una revancha histórica, prometiendo inclusión social con frases como “hacer lo que nunca se hizo”. Ganó con el 51.21 % en la primera vuelta, y su gobierno marcó un hito con programas como las visitas sorpresa y la tanda extendida en educación, conquistando a las clases populares. El PLD parecía imbatible.

En 2016, Medina capitalizó una nueva reforma constitucional que permitió su reelección. Enfrentando a Luis Abinader, del emergente Partido Revolucionario Moderno (PRM), Medina arrasó con el 61.74 %. Fue el cenit del PLD: dominaba el Congreso, las alcaldías y el imaginario de progreso. Pero las tensiones internas crecían, con Fernández buscando un regreso y Medina consolidando su propio legado.

El punto de quiebre llegó en 2019, como un volcán que hizo erupción. Medina, imposibilitado de un tercer término, apoyó a Gonzalo Castillo, su ministro de Obras Públicas, como candidato en las primarias. Fernández, sintiéndose traicionado, denunció irregularidades y abandonó el PLD con miles de seguidores, fundando la Fuerza del Pueblo (FP). Dividido, el PLD entró en las elecciones de 2020 con Castillo al frente. Sorprendentemente, Castillo obtuvo un 37.46 %, quedando segundo tras Abinader, quien ganó con el 52.52 %. Ese casi 38 % reflejó la resiliencia de una base leal, sostenida por años de clientelismo y logros concretos.

Pero el 2024 marcó el colapso. Con Abel Martínez, un político experimentado y exalcalde de Santiago, como candidato, el PLD se desplomó al 10.39 %. ¿Qué explica esta caída desde el 38 % de 2020? La división con la Fuerza del Pueblo, que en esos comicios obtuvo un 28.85 % de los votos y se consolidó como el principal partido de oposición según los resultados electorales de ese entonces, terminó por fragmentar el voto peledeísta. A su vez, el PRM de Luis Abinader, apoyado en una narrativa de transparencia y en la percepción de un manejo eficiente tras la pandemia, dominó el escenario político nacional.

Hacia el 2028, el PLD enfrenta un dilema existencial. ¿Podrá reconciliarse con la FP para formar una gran alianza opositora, para así derrotar al PRM y devolverle al pueblo dominicano la esperanza y la confianza de un nuevo porvenir, cargado de dignidad, justicia social y el anhelo profundo de reconstruir la nación desde sus cimientos?

Para nadie es un secreto que Danilo Medina es el principal activo con que cuenta el PLD, pero lastimosamente tiene un impedimento constitucional por el cual no puede ser candidato presidencial nunca jamás. Aun así, su influencia dentro del partido sigue siendo profunda y determinante. Medina representa para muchos la memoria de los años dorados del peledeísmo: estabilidad económica, expansión de obras y una maquinaria política sin precedentes. Su figura mantiene cohesionado a un sector importante del partido, y su experiencia lo convierte en un referente obligado en cualquier discusión estratégica. Sin embargo, su imposibilidad de aspirar nuevamente a la presidencia plantea un desafío complejo: cómo renovar el liderazgo sin romper con la figura que, en buena medida, simboliza el poder y la historia reciente del PLD. En esa paradoja, entre el respeto a su legado y la necesidad de abrir paso a nuevas generaciones, se juega buena parte del futuro inmediato del partido.

Este camino se complica por el enfrentamiento público entre Francisco Javier García y Abel Martínez, dos figuras clave del partido que han chocado en abierta tensión: García renunció como jefe de campaña de Martínez en 2023 citando diferencias irreconciliables, y en 2025 Martínez lo acusó de no asumir su rol durante la contienda electoral, revelando fracturas profundas que alimentan bloques internos opuestos y hacen peligrar cualquier unidad. Además, Martínez ha rechazado categóricamente la propuesta de elegir un candidato presidencial en 2026, abogando por un proceso más tardío, lo que ha generado fricciones con Francisco Javier García, quien cuenta con el respaldo mayoritario de los dirigentes del partido.

A todo esto se suma una realidad innegable: al día de hoy, el PLD no cuenta con un solo dirigente que supere el 10 % de intención de voto en ninguna encuesta nacional. Sus figuras más visibles no logran conectar con el electorado ni capitalizar el desgaste del gobierno actual. De cara al 2028, el panorama luce desolador: sin liderazgo competitivo, sin narrativa unificadora y con una estructura debilitada, el partido no solo enfrenta la imposibilidad de una victoria, sino la amenaza de quedar relegado a un lejano tercer lugar, observando desde la periferia una contienda donde ya no es protagonista.

Con un panorama tan adverso, el PLD se enfrenta a una disyuntiva que marcará su destino: recomponerse o resignarse. Las viejas fórmulas ya no bastan, y los liderazgos tradicionales parecen agotados. ¿O seguirá en soledad, arriesgando la marginalidad política? El PLD, curtido en victorias y derrotas, no está ante una simple elección estratégica, sino frente a un examen de conciencia. El 2028 no solo demanda liderazgo joven e ideas renovadas, sino también humildad para reconocer errores, reconectar con la gente y reinventar su razón de ser. De no hacerlo, el partido que alguna vez modernizó la República podría quedar reducido a un recuerdo nostálgico, una sigla atrapada en su propio pasado.

Y aunque algunos de mis excompañeros del PLD quizás me reprochen estas palabras, lo cierto es que no se puede maquillar lo evidente. El partido al que un día pertenecí con orgullo se desangra entre egos, ambiciones personales y estructuras que ya no responden al país real. No escribo desde la herida, sino desde la lucidez que da la distancia y el amor por la verdad. Hablo desde la voz de quien creyó, trabajó y soñó con un proyecto que, lamentablemente, se extravió en su propio poder. No lo digo con rencor, sino con la tristeza de quien vio en el PLD una promesa de futuro que se diluyó en su propio laberinto.

Hoy, su grandeza se desvanece entre pugnas internas, liderazgos agotados y un discurso que ya no emociona. La maquinaria que alguna vez movió a un país entero se deteriora lentamente, atrapada en el silencio de sus propias contradicciones. Sus símbolos, antes motivo de orgullo, ahora evocan el ocaso de una era.

Tal vez el PLD no vuelva. Tal vez su historia haya cumplido su ciclo. La política dominicana, tan implacable como la marea del tiempo, no espera a quienes se quedan mirando hacia atrás. Y mientras nuevos actores escriben el futuro, el partido morado lamentablemente se hunde, lentamente, en el peso de su propia leyenda.

El PLD vive su momento de inflexión más serio desde su fundación.
Lo que alguna vez fue sinónimo de esperanza, organización y eficiencia se enfrenta hoy a su mayor desafío: sobrevivir al peso de su propia historia. El porvenir del partido dependerá no solo de la aparición de nuevos liderazgos, sino también de su capacidad para reinventarse o aceptar, con madurez política, que su ciclo histórico podría haber llegado a su fin