domingo, 31 de marzo de 2013

ELLOS TAMPOCO LES CREYERON! La historia de Jesús ante el Sanedrín; la condena por decir que realmente era el "Hijo de Dios"

Jesús Ante el Sanedrin
(Marcos 14:53-65)

53. “Trajeron, pues, a Jesús al sumo sacerdote; y se reunieron todos los principales sacerdotes y los ancianos y los escribas.”


Ahora empieza el juicio de Jesús, el proceso mediante el cual debía ser condenado. Este es el momento largamente esperado por sus adversarios; el momento del ajuste de cuentas. Ahora lo tienen en sus manos ¡Cómo se alegrarían ellos en su fuero interno! ¡y cómo se alegraría con ellos el diablo!

Nótese que el texto no dice que se reunieron los saduceos y fariseos, sino los principales sacerdotes, los ancianos y escribas. Los dos primeros nombrados eran partidos religiosos, o sectas, dentro del judaísmo de ese tiempo; los principales sacerdotes, los ancianos y los escribas eran las categorías de personas que integraban el Sanedrín, o Concejo Supremo judío (1), que tenía autoridad para juzgar y sentenciar a los judíos que infringieran la ley civil o criminal, o que fueran culpables de algún delito religioso grave, pero no para aplicar la sentencia si acaso fuera la pena de muerte. De donde la necesidad de que la sentencia de Jesús fuera confirmada por el procurador romano.

54. “Y Pedro le siguió de lejos hasta dentro del patio del sumo sacerdote; y estaba sentado con los alguaciles, calentándose al fuego.”

Marcos usa un recurso literario, que emplean los novelistas modernos de interrumpir el relato para darnos a conocer por anticipado un detalle cuya pertinencia se revelará más adelante.

El fogoso apóstol que amaba tanto a Jesús –según el evangelio de Juan acompañado por éste- impulsado por el amor a su Maestro, sigue a la comitiva a suficiente distancia como para no ser sorprendido por los soldados, y, junto quizá con algunos otros curiosos despertados por el barullo, se cuela en el palacio aprovechando del ir y venir de la gente hasta lo que debe haber sido un gran patio interior del palacio de Caifás, donde se reunía la servidumbre. José, llamado Caifás, fue sumo sacerdote del año 18 DC al año 36 DC y pertenecía a la aristocracia sacerdotal que estaba aliada al poder romano. El fue nombrado y depuesto por los romanos como fueron nombrados todos sus antecesores desde que Pompeyo conquistó Judea el año 63 AC. Según Jn 18:13 Jesús fue llevado primero donde el suegro de Caifás, Anás, hombre sumamente rico que había ocupado el pontificado antes y cuya familia copó ese cargo durante un largo período de tiempo, sobornando a las autoridades romanas. ¿De qué les sirvió a esos hombres haber gozado de todos los privilegios y honores que otorga el mundo, cuando sus nombres son hoy sinónimo de infamia por el papel que jugaron en el juicio y la muerte de Jesús? ¿Podría su dinero aliviar los tormentos del infierno donde me temo que estén? Sic transit gloria mundi: Así pasa la gloria del mundo. Ahí pues estaba Pedro sentado en medio de los sirvientes y guardias que habían ido con la comitiva que apresó a Jesús.

55,56. “Y los principales sacerdotes y todo el concilio buscaban testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte; pero no lo hallaban. Porque muchos decían falso testimonio contra él, mas sus testimonios no concordaban.”

La decisión de condenar a muerte a Jesús ya había sido tomada por sus enemigos. Pero ellos necesitaban de algún pretexto que les sirviera para dar una apariencia de legalidad a su decisión arbitraria. Para ello necesitaban de personas que presentaran alguna acusación grave contra Jesús que avalara su sentencia.

Posiblemente habían sobornado previamente a sujetos de la chusma para que se presentaran al tribunal como testigos espontáneos formulando alguna acusación malintencionada contra Jesús. Recuérdese como en Lc 6:7 se dice que los escribas y fariseos acechaban a Jesús tratando de sorprenderlo en algo para tener de qué acusarlo, sea ante el Sanedrín o ante la autoridad romana (Sobre esto último véase Lc 20:20-22 y pasajes paralelos).

Pero los testimonios de estos falsos testigos no concordaban entre sí, de modo que no podían basar sobre ellos la sentencia de muerte que querían pronunciar. El Espíritu Santo confunde cuando quiere a los falsos acusadores y a los complotados para que sus designios sean frustrados y que la causa de la justicia prevalezca.

La contradicción de los falsos testigos nos muestra cómo la mentira se delata a sí misma por su inconsistencia y no puede prevalecer contra la verdad. Sólo la fuerza puede impedir que ella se imponga. Pero ¡cuántos juicios amañados se habrán realizado en el mundo a través de los tiempos, en los que se ha condenado a inocentes presentando contra ellos cargos falsos que no tenían ningún sustento! A los opresores impíos les gusta vestir de legalidad sus crímenes y atropellos para aparecer como justos ante el pueblo. Por eso suelen armar con gran publicidad juicios de comedia.

57,58. “Entonces levantándose unos, dieron falso testimonio contra él, diciendo: Nosotros le hemos oído decir: Yo derribaré este templo hecho a mano, y en tres días edificaré otro hecho sin mano.”

Entre los testigos que se presentaron para acusar a Jesús de haber hablado contra el templo y las cosas santas hubo uno que se acordaba de la respuesta que Jesús dio a los sacerdotes que le pidieron una señal que justificara el que se hubiera arrogado el derecho de expulsar del templo a los mercaderes, comerciantes y cambistas.

En esa ocasión Jesús les había contestado “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 2:19), refiriéndose a su cuerpo. La señal que Jesús les daba para demostrar que tenía autoridad para hacer lo que hizo, sería su resurrección que se produciría al tercer día de su muerte, y que demostraría que Él era no sólo hombre sino Dios, pues ¿qué hombre puede resucitar por sí solo?

Él, que tenía poder para resucitar a los muertos, como lo había demostrado en varias ocasiones, tenía poder también para resucitarse a sí mismo en virtud del Espíritu Santo (Rm 8:11).

Pero entonces los judíos no entendieron que Él hablaba figuradamente del templo de su cuerpo (podrían haberlo entendido pues los judíos estaban acostumbrados a ese tipo figurado de lenguaje) y pensaron que les hablaba del templo que había sido reconstruido y agrandado por Herodes en un largo plazo (Jn 2:18-21) y que no había sido todavía terminado.

Nótese también que el testimonio prestado por ese testigo era falso porque Jesús no había dicho “Yo destruiré este templo”, sino “Destruid este templo…”. En esa discordancia puede verse de forma patente la mala intención de los testigos porque le atribuían una intención destructora, cuando Él se estaba refiriendo en esa ocasión a las intenciones de matarlo que tenían sus enemigos. Sus palabras en esa ocasión tuvieron un sentido profético que entonces ninguno entendió, ni siquiera sus discípulos. (2)

Pero vale la pena notar que aunque el testigo pone en boca de Jesús palabras que Él no pronunció, ellas tienen involuntariamente, sin embargo, un curioso significado: El testigo contrapone el “templo hecho a mano” (e.d. hecho por mano humana), que supuestamente Jesús quería destruir, al templo “hecho sin mano” (de hombre, se entiende) que Jesús pretendía reconstruir en tres días. El cuerpo, templo físico del hombre, es hecho por mano humana en cierto sentido, pues se engendra y crece en un cuerpo humano; el cuerpo resucitado es obra exclusiva del poder de Dios sin intervención humana. Es posible, sin embargo, que al decir “hecho sin mano” el testigo quería decir que Jesús pretendía reconstruir en tres días por medios sobrenaturales el templo de Herodes. Naturalmente eso equivalía a atribuirse poderes divinos y, dicho por otro, era ciertamente blasfemo.

59. “Pero ni aun así concordaban en el testimonio.”

Pese a sus esfuerzos los miembros de Sanedrín no podían hacer que los testimonios en su contra concordaran entre sí para poder formular una acusación coherente. Podemos pensar que allí estaba el Espíritu Santo en medio de la asamblea impía confundiendo a los testigos y haciendo que se contradijeran unos a otros, para desconcierto de los sacerdotes que querían condenarlo a muerte. Recuérdese que la ley judía exigía que el acusado fuera condenado por el testimonio de por lo menos dos testigos (Dt 17:6; 19:15).

Así como el Espíritu Santo puede darnos cuando quiere las palabras adecuadas en un determinado momento, puede Él también privar de palabras a los más elocuentes cuando conviene a sus fines.

60, 61. “Entonces el sumo sacerdote, levantándose en medio, preguntó a Jesús, diciendo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti? Mas él callaba, y nada respondía.”

Es usual en los juicios que se dé oportunidad al acusado de contestar a los cargos que se le hacen y de defenderse (o de dársela al abogado que asume su defensa). Jesús podría haber levantado la voz para contradecir a los falsos testigos o para mostrar la inconsistencia de sus acusaciones. Pero Él permaneció callado, ni una palabra salió de su boca. Con su silencio Él desautorizaba no sólo los cargos que se le hacían, sino al tribunal mismo que lo juzgaba. ¿Por qué tenía Él que responder a acusaciones tan inconsistentes y ridículas, producto de la mala fe y del soborno? ¿Por qué les prestaría Él atención y trataría de desvirtuarlas? Y ¿quiénes eran, para comenzar, esos impíos hipócritas que se creían autorizados a juzgar a Dios mismo?

Jesús guardó un silencio similar ante el tribunal de Poncio Pilato (Mr 15:4,5) y ante Herodes (Lc 23:8,9). Él sabía bien que cualquier defensa que Él pudiera intentar sería inútil. La sentencia había sido decidida de antemano en su juicio. No había ninguna intención de establecer la justicia al llamar a testigos. Ellos sólo buscaban en los testimonio de los testigos un pretexto para justificar la sentencia de muerte y guardar las formas de la justicia. Jesús penetraba los pensamientos de esos hombres y comprendía que contestar a las acusaciones falsas de los testigos hubiera sido prestarse a su sucio juego de dimes y diretes y rebajarse a su condición miserable.

El silencio de Jesús es el silencio de la dignidad soberana y de la suprema inocencia. Estrictamente hablando Él era quien debía sentarse en el tribunal para juzgar a sus jueces (algún día lo hará) y eran sus acusadores quienes debían sentarse en el banquillo de los acusados (como algún día también lo harán). Entre tanto lo que se juega ante el tribunal de Caifás es una pantomima, un simulacro de juicio.

61. “El sumo sacerdote le volvió a preguntar, y le dijo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” (3)

Caifás no ha obtenido de los falsos testigos ningún motivo que justifique condenar a Jesús a muerte. Se puede comprender su frustración y su rabia. Entonces, furioso al ver el silencio de Jesús, y de no poder sacarle una palabra que lo enrede y que pueda servir para respaldar las acusaciones, le pregunta de frente si es el Mesías (como Jesús indirectamente, frente al pueblo, había sostenido ser, y directamente frente a los apóstoles), el Hijo de Dios.

Pretender ser el Mesías esperado no podía ser considerado como una blasfemia, pues antes y después de Jesús muchos habían tenido la misma pretensión y no fueron acusados de blasfemia por ese motivo. Por ejemplo, en Hch 5:36,37 el respetado maestro Gamaliel menciona el caso de dos pretendidos mesías del pasado reciente, Teudas y Judas el Galileo, que reuniendo muchos seguidores se alzaron contra los romanos, pero fueron derrotados. Nadie consideró que su pretensión había sido blasfema. Décadas más tarde, Simón Bar Kójba (o Kósiba) se proclamó mesías con la bendición del rabino Akiva, y reunió un numeroso ejército, con el que obtuvo algunas victorias iniciales, siendo finalmente derrotado en la fortaleza de Massada el año 135 DC.

Pero afirmar ser a la vez el Mesías y el Hijo de Dios sí podía tener un carácter grave pues apunta a una relación más íntima con la divinidad. Aunque eran dos cosas distintas, Caifás astutamente las une en una sola pregunta y, según Mateo, lo hace en los términos más solemnes: “Yo te conjuro en el nombre de Dios a que nos contestes sobre ambas cosas” (Mt 26:63). Jesús no podía negar lo primero sin negar su misión; no podía negar lo segundo sin negar lo que era.

62. “Y Jesús le dijo: Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder (de Dios), y viniendo en las nubes del cielo.” (4)

Humanamente hablando Jesús estaba colocado contra la pared. Él sabía que su respuesta decidiría su suerte, Él hubiera podido quedarse callado o contestar con evasivas. Pero puesto que le preguntaron conjurándolo a que contestara, e invocando el nombre de Dios (según Mt 26:63), Él no evade la respuesta sino responde sin miedo, afirmativa y enfáticamente: Yo soy lo uno y lo otro, ambas cosas.

En su respuesta Jesús reivindica para sí un título mesiánico, muy conocido por los judíos, tomado del profeta Daniel (7:13,14), y que era la forma que Él usaba para referirse a sí mismo en tercera persona: el Hijo del Hombre (5). La respuesta de Jesús evoca el comienzo del Salmo 110: “El Señor dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies.” (v.1).

Jesús concluye con una profecía referente a su retorno en gloria:“viniendo en las nubes”. Recuérdese que al subir al cielo mientras los apóstoles se quedaban mirando cómo su Maestro desaparecía entre las nubes, dos ángeles se presentaron y les dijeron que así como Él había sido tomado de ellos, así mismo regresaría (Hch 1:11).

El profeta Daniel escribió textualmente: “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de Él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido.” (7:13,14). Ese personaje de quien habla Daniel es no sólo el Mesías del pueblo de Israel, sino uno que tiene una dignidad divina, a quien es dado dominio sobre toda la tierra. Es más de lo que los judíos esperaban del Ungido. Al dar su respuesta Jesús les estaba diciendo: “Ése de quien habla el profeta soy yo.” (6)

63, 64. “Entonces el sumo sacerdote, rasgando su vestidura, dijo: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece? Y todos ellos le condenaron, declarándole ser digno de muerte.”

Caifás no oculta su satisfacción. Ya tiene la confesión blasfema que necesitaba. Fingiendo indignación y asombro, se rasga las vestiduras (7), y exclamó: “¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Él se condena por su propia boca blasfema.” En boca de otro las palabras de Jesús serían efectivamente una blasfemia. Pero en la suya no, porque eran verdad. Él era, en efecto, el Hijo de Dios y lo afirma sin miedo.

A Jesús lo condenan por lo que Él es, por lo que Él dijo que era. El hombre, engreído y soberbio, erigido en juez, condena a su Creador (pues sabemos por el prólogo del Evangelio de Juan “que todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él nada de lo que se hizo fue hecho.” (1:3). Satanás ha obtenido que esos hombres rechacen y condenen al odiado Hacedor. Su condena a muerte es una victoria del demonio. Una victoria de corta duración, es verdad, una victoria pírrica, porque se transformará en derrota (8).

¿Quiénes fueron los que desconocieron a Jesús? El obispo Ryle hace la penetrante observación de que los que condenaron a Jesús fueron los descendientes de Aarón, los sumos sacerdotes, aquellos que Dios había escogido para ministrar en el templo y que desempeñaban un servicio santo. Con ellos colaboraron los ancianos, es decir los hombres principales que eran autoridades de su pueblo, y los escribas, esto es, los maestros de la ley cuyo conocimiento de las Escrituras debió haberles permitido reconocer en Jesús al Mesías esperado de Israel. Todos ellos debieron haberlo honrado como tal. Más aun, estrictamente hablando, debieron haberse postrado delante de Él y haberlo adorado. Pero en lugar de eso, unos y otros lo condenaron. Las autoridades eclesiásticas pueden a veces alejarse tanto de Dios que terminan sirviendo al diablo.

En términos generales puede decirse que el pueblo no condenó a Jesús sino que, al contrario, lo aclamaba, y fue ese hecho lo que inspiró a Caifás el temor de que Jesús pudiera liderar una rebelión popular contra los romanos (Jn 11:47-50). No obstante, pocas horas después (¡Oh masas volubles!), azuzado por sus dirigentes, como veremos más adelante, apoyó su condenación (Lc 23:17-25)

Por ese motivo la culpa de su condena recayó sobre todo el pueblo que, en las penalidades y humillaciones de las que ha sido víctima durante siglos, ha cargado con la maldición que sus propias autoridades pronunciaron sobre sí mismos (Mr 27:25). ¡Cuántas veces ha ocurrido en la historia que los gobernados pagan por los crímenes de sus gobernantes impíos! ¡Cuánto cuidado y discernimiento deben ejercer los pueblos al momento de elegir a sus autoridades! Su destino depende de la elección buena o mala que hagan.

65. “Y algunos comenzaron a escupirle, y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos, y a decirle: Profetiza. Y los alguaciles le daban de bofetadas.”

¡Qué feo es cuando un grupo de gente se ensaña con un hombre indefenso! Eso fue lo que algunos de ellos empezaron a hacer para humillarlo. ¡Qué cobardía indigna la suya!

Puesto que el pueblo lo había aclamado como profeta, ellos hacen escarnio de ese renombre instándole, en son de burla, a que profetice declarando –según Mt. 26:68- quién le ha golpeado, pues le han cubierto el rostro de modo que Él no pueda saber quién lo hace. ¿Cuál habrá sido la suerte de los que se ensañaron cobardemente con Él en esos momentos y dónde estarán ellos ahora? ¡Cuánta ruindad de sentimientos mostraban! ¿No había nadie allí que se compadeciera de ese hombre justo que había sanado a tantos enfermos y que lo defendiera?

Pero yo, cuando peco, ¿no me comporto igual o peor que ellos? Después de todo seguramente ninguno de esos malvados había recibido algún beneficio de Jesús. ¡Pero yo he recibido tantos! ¡Y aún así me atrevo a ofenderlo!

¡Oh Jesús, cómo quisiera ahora haber podido estar allí presente y haber ahuyentado a esos malvados dándoles su merecido, y haber limpiado tu rostro de la saliva de esos degenerados! ¡Cómo quisiera haber soltado tus ligaduras, haber curado tus heridas con aceite, haberte consolado y animado con mis palabras de agradecimiento!

“¿Eso quisieras haber hecho?” –responde Jesús. “¡Pero tienes a tantos hermanos en derredor tuyo a quienes la vida trata peor de lo que esos hombres me trataron a mí! ¿Por qué no haces con ellos que están a tu lado, lo que dices que hubieras querido hacer conmigo? Ellos lo necesitan ahora más que yo. Si lo haces con ellos me lo estarás haciendo a mí.” (Mt 25:35-40).
NOTAS

El Sanedrín o Consejo Supremo judío tiene su origen en el derecho que el imperio persa, más tolerante que el babilónico, otorgó a los judíos de juzgar sus propios asuntos (derecho, dicho sea de paso, del que siguieron gozando durante la Edad Media, y que conservan en nuestros días, en la medida en que los asuntos juzgados no caigan forzosamente bajo la jurisdicción judicial.) El senado (o gerousía) antiguo fue reemplazado por un consejo llamado Sanedrín (del griego sunédrion (consejo, que, que su vez viene de súnedros, (consejero), y ésta de sun (con) y eidron (firme)) cuya jurisdicción fue extendida a toda Judea. Tenía 70 miembros –recordando a los 70 jueces nombrados por Moisés, siguiendo el consejo de su suegro Jetro, Ex 18:13-27- más el sumo sacerdote, que lo presidía. Se reunía en una gran casa colindante al templo (según algunos, situada dentro del templo). Como ésta sólo se abría de día, una vez preso Jesús, el Sanedrín fue convocado de urgencia por la noche en casa de Caifás –es posible por eso que ni Nicodemo ni José de Arimatea, asistieran a esa sesión. Debido a esa circunstancia el juicio hecho a Jesús era ilegal, ya que sus sesiones como tribunal debían celebrarse de día. Pero sus miembros se cuidaban poco de que el procedimiento instaurado a Jesús fuera legal. El Talmud justifica que el juicio hecho a Josef-ben-Stada –nombre con que esos escritos se refieren a Jesús- fuera irregular porque, según ellos, se trataba de un impostor.

Sea como fuera la acusación de haber hablado de destruir el templo era muy grave. Jeremías estuvo a punto de ser condenado a muerte por haber profetizado contra el templo (Jr 26: 4-6, 11,12,24).

“El Bendito” era una de las fórmulas que los judíos, por respeto, usaban para evitar pronunciar el nombre de Dios. Marcos es el único que transmite este detalle.

La palabra “poder” era una de las formas de respeto que los judíos usaban para referirse a Dios evitando pronunciar su nombre. Aunque la traducción consigna la palabra “Dios”, Jesús no la pronunció, según el texto original de Marcos. Ha sido añadida por los traductores dado que los lectores modernos no están familiarizados con los modos de expresión judíos.

La expresión “hijo del hombre” en el Antiguo Testamento quiere decir simplemente “hombre” o “ser humano”. El caso más conocido es posiblemente Nm 23:19 (“Dios no es hombre para que mienta ni hijo de hombre para que se arrepienta.”) En este versículo, como en varios ejemplos de los salmos (en el Salmo 8:4, por ej.) y del libro de Job, la frase “hijo de hombre” figura en la segunda línea de un verso de paralelismo sinónimo en donde en la primera línea figura la palabra “hombre”. De ahí puede entenderse que “hijo de hombre” era un sinónimo poético de “hombre”. En el libro de Ezequiel Dios se dirige con frecuencia al profeta diciéndole “hijo de hombre”. Pero el uso más connotado es el que hace Daniel en el pasaje ya citado (7:13,14), en donde adquiere una dimensión celeste.

En tiempos de Jesús ya la expresión había adquirido una connotación mesiánica, como lo muestra el uso que el apócrifo Libro de Enoc hace de ella. Este libro, dicho sea paso, fue muy popular entre los primeros cristianos y poco faltó para que fuera admitido en el canon. Jesús usa la expresión para referirse a sí mismo en una forma que debe haber intrigado a sus oyentes y, a la vez, debe haber estimulado la adhesión de muchas personas en quienes la esperanza mesiánica era muy viva.

En el Nuevo Testamento la frase “hijo del hombre” aparece 86 veces, 69 en los sinópticos, 13 en Juan y una en boca de Esteban, en el libro de Hechos (ver nota 7). En Marcos Jesús la emplea frecuentemente cuando habla de su pasión, o de su retorno en gloria como juez (Véase en especial Mr 8:38;9:31;13:26). En Jn 3:13 “hijo de hombre” alude a la existencia eterna del Hijo. Las dos veces que aparece en Apocalipsis (1:13;14:14) designa a Jesús exaltado en la gloria, en clara referencia al libro de Daniel.

El diácono Esteban, cuando era enjuiciado por el Sanedrín, tuvo una visión en la que se cumple lo anunciado por Jesús: “…Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios.” (Hch 7:56). Él es condenado por el mismo consejo y por las mismas palabras por las que se condenó a Jesús.

Rasgarse las vestiduras (o las túnicas pues los ricos llevaban más de una) era una costumbre oriental que expresaba duelo (se rasgaban la ropa que cubre el corazón como para simbolizar que el corazón se parte). Con el tiempo se convirtió en señal de consternación y protesta por los sacrilegios y blasfemias (1Mac 2:14; 4:39). El Levítico prohíbe a Aarón rasgar sus vestiduras en señal de duelo por la muerte de sus dos hijos sacrílegos (Lv 10:6). El sumo sacerdote no podía tampoco hacer ese gesto en señal de duelo personal (Lv 21:10). Pero Esdras rasga sus vestiduras cuando se entera de que muchos del pueblo en Israel, durante la dominación extranjera, tomaron por esposas a las hijas de sus opresores (Es 9:3). Siglos después de Cristo el Talmud reglamentó la práctica.

Pírrica: se dice de la victoria que se vuelve contra el que la obtiene.

Última edición:
2009-11-17 10:58:27