En un giro digno de Ionesco, el Estado dominicano ha devenido en generoso benefactor de más de la mitad de su población... sin declararse jamás socialista. Con un gasto corriente que engulle el 91 % del presupuesto —como denuncia Andrés Dauhajre hijo en su impecable diagnóstico— y con más del 51 % de los ciudadanos recibiendo algún tipo de subsidio, asistencia o dádiva oficial, la república liberal ha mutado, sin aspavientos doctrinarios, en una suerte de Estado clientelar de inspiración caribeña.
Lo más curioso es que nadie lo proclama. No hay una consigna revolucionaria, ni un politburó, ni siquiera un plan quinquenal. Y, sin embargo, el Tesoro Nacional financia desde electricidad hasta el metro, pasando por tarjetas de subsidio, fiestas navideñas y transferencias condicionadas que ya no son tan condicionadas. Todo eso se sostiene con deuda —externa e interna—, como quien hipoteca la casa para pagar el supermercado. Es el arte de gobernar a crédito, una alquimia fiscal que transforma déficit en lealtades.
Mientras tanto, la inversión pública languidece, como un lujo imposible. El capital fijo se deprecia, las carreteras se agrietan y las escuelas públicas siguen siendo aulas de espera. Lo urgente se ha comido a lo importante. Pero lo grave no es solo económico. Este patrón erosiona la idea de ciudadanía. Cuando el Estado es proveedor de todo y responsable de todos, el ciudadano deja de ser sujeto de derechos y deberes para convertirse en cliente o beneficiario.
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Así, sin revolución ni barricadas, se ha impuesto un modelo de asistencialismo permanente que no redistribuye riqueza, sino dependencia. Una caricatura de socialismo sin manifiesto, sin Marx ni Engels, pero con mucha nómina, y sobre todo, con mucha deuda. Un socialismo tropical... que ni los socialistas se atreverían a defender con tanto entusiasmo presupuestario.
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