lunes, 1 de septiembre de 2025

LUÍS ALBERTO PELÁEZ: “República Dominicana al borde de un estallido social”

Por Luís Alberto Peláez Andino 
En la República Dominicana se está gestando una mezcla peligrosa de frustración y desesperanza. La memoria histórica recuerda abril de 1984, cuando el pueblo salió masivamente a las calles, indignado por el alto costo de la vida, los apagones y la inseguridad, en unas jornadas de protesta que dejaron un saldo trágico de muertos, heridos y represión. 

Casi cuatro décadas después, la historia parece repetirse: la semana pasada, en casi todas las provincias del país y en la capital, se escenificaron protestas por los apagones interminables y el alto costo de la vida, con calles bloqueadas, quema de neumáticos y enfrentamientos con la Policía. El descontento crece y el paralelismo con 1984 es inquietante: entonces fue el hambre, la oscuridad y la inseguridad lo que llevó a la gente a desafiar al gobierno en las calles; hoy, son las mismas causas, agravadas por la ineptitud y la indiferencia oficial, las que amenazan con encender una chispa que el gobierno no podrá apagar con discursos ni operativos represivos.

El costo de la vida: una soga al cuello

Hoy, sobrevivir es un reto diario. Una familia promedio de 5 personas necesita, como mínimo, entre 1,800 y 2,200 pesos diarios solo para cubrir una alimentación básica con lo más común de la canasta familiar: arroz, habichuelas, carne, huevos, aceite, pan, vegetales y algún jugo o café. Esto equivale a más de 50,000 pesos mensuales, un monto inalcanzable para la mayoría que gana el salario mínimo o menos. El arroz, el aceite, la carne, los huevos y hasta el pan han aumentado de forma constante. Cada visita al colmado o supermercado es un golpe al bolsillo y un recordatorio de que la economía no está funcionando para la gente común.

A esto se suman los altos costos de los combustibles, que encarecen no solo el transporte privado, sino también el precio de cada producto que llega a la mesa. Y como si fuera poco, el dólar se cotiza en 63.10 pesos, lo que encarece aún más los artículos importados y presiona al alza los precios internos. Esta es una economía altamente dependiente de las divisas y de productos que se compran en dólares: desde alimentos básicos hasta medicinas, repuestos, electrodomésticos y materias primas. En lugar de aplicar políticas que protejan al consumidor y estabilicen la moneda, el gobierno parece resignado a ver cómo cada alza del dólar golpea de frente a las familias, mientras los sueldos siguen estancados y la desigualdad crece.

Inseguridad ciudadana: miedo en cada esquina

La sensación de inseguridad es generalizada. Atracos a plena luz del día, robos en el transporte público, asaltos a colmados y residencias. Pero lo más alarmante es que cada vez más casos involucran a miembros de la propia Policía Nacional: agentes sorprendidos, participando en atracos, secuestros, extorsiones e incluso en bandas de narcotráfico. Esta podredumbre interna destruye la confianza ciudadana y deja al pueblo en la paradoja de no saber en quién confiar. Las autoridades, en vez de depurar y sanear la institución con firmeza, actúan con una irresponsabilidad que raya en la complicidad, permitiendo que el problema se prolongue y se agrave con el tiempo.

Apagones y atraso energético

Los apagones, que supuestamente eran cosa del pasado, han vuelto con fuerza y son constantes, afectando a comunidades enteras durante horas, días y, en algunas localidades, más de una semana sin electricidad. Esto no solo paraliza la actividad económica y la vida cotidiana, sino que provoca que los pocos alimentos que las familias logran guardar en neveras terminen dañándose, dejando a muchos sin qué comer y obligándolos a gastar lo que no tienen para reemplazarlos. Esta realidad es una burla para un país que paga una de las tarifas eléctricas más altas de la región y que debería estar muy lejos de este nivel de precariedad energética.

Educación en crisis: falta de aulas, abandono y pobreza escolar

Miles de niños siguen tomando clases en condiciones indignas, en aulas improvisadas o bajo techos en mal estado. Los planteles escolares nuevos se entregan con retrasos o presentan fallas desde el primer día. La falta de aulas obliga a turnos reducidos y a sacrificar la calidad educativa, hipotecando el futuro de toda una generación.

Pero la crisis no se limita a la infraestructura: cientos de miles de estudiantes pobres irán a clases sin uniformes, sin mochilas adecuadas y, en muchos casos, sin saber si ese día tendrán desayuno o almuerzo en la escuela. Las deficiencias en el Programa de Alimentación Escolar hacen que en algunos centros los estudiantes reciban raciones insuficientes o de mala calidad, y en otros, simplemente no haya comida. Esto no solo afecta la asistencia y el rendimiento académico, sino que perpetúa el círculo de desigualdad, pues para muchas familias la comida escolar es la única garantía de que sus hijos puedan alimentarse al menos una vez al día. Mientras tanto, las autoridades siguen hablando de “revolución educativa” como si las cifras y los discursos pudieran llenar estómagos vacíos o reemplazar el derecho básico a una educación digna.

Corrupción, mafias y un gobierno ineficiente

Los escándalos de corrupción se han vuelto parte de la rutina informativa: licitaciones amañadas, compras sobrevaloradas, contratos a allegados y mafias enquistadas en instituciones públicas que operan sin miedo a consecuencias. Pero la corrupción no es el único problema; la ineficiencia del gobierno para resolver asuntos elementales es igual de alarmante. Desde baches que duran años, semáforos dañados y aceras intransitables, hasta hospitales sin insumos y obras que nunca se concluyen. La situación es tan precaria que en muchas comunidades la gente pasa días, e incluso semanas, sin recibir agua potable, obligando a las familias a depender de camiones cisterna, garrafones caros o agua de dudosa calidad. Lo básico, lo que debería estar resuelto sin debate, se convierte en un drama nacional.

Colapso de servicios esenciales: el caso del 9-1-1

La caída y fallas del sistema de emergencias 9-1-1 ha dejado al descubierto la vulnerabilidad de un servicio que puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. El deterioro en su respuesta y cobertura ha generado indignación y desconfianza, especialmente en las provincias.

Crisis en salud pública: hospitales al borde del colapso

En los hospitales y farmacias del pueblo, cada vez es más común escuchar: “No hay”. Medicamentos esenciales para enfermedades crónicas, antibióticos e insumos básicos escasean o se venden a precios prohibitivos. La crisis hospitalaria se refleja en pasillos abarrotados, falta de camas para atender a los pacientes y equipos médicos inservibles o insuficientes. Hay centros de salud que operan con quirófanos cerrados, laboratorios sin reactivos y ambulancias dañadas. A esto se suma la situación crítica del SENASA, que en este año está a punto de la quiebra por mala administración, poniendo en riesgo la cobertura de millones de afiliados que dependen de este seguro para poder tratarse. Los enfermos y sus familias viven un calvario, obligados a endeudarse o vender lo poco que tienen para costear tratamientos que deberían estar garantizados por el Estado.

Transporte colectivo: un servicio en decadencia

La OMSA se ha convertido en sinónimo de atraso: autobuses deteriorados, escasa frecuencia, rutas mal planificadas y unidades que parecen sobrevivir a base de remiendos. El Metro y el Teleférico, que alguna vez fueron orgullo del transporte moderno, muestran señales de descuido: ascensores y escaleras eléctricas dañadas, retrasos frecuentes y un servicio que no crece al ritmo de la demanda. Lo que fue un avance, hoy corre el riesgo de convertirse en otro ejemplo de abandono estatal.

Y mientras todo esto ocurre, la clase más humilde ve cómo su salario se evapora en comida, paga la luz más cara para recibir apagones, camina con miedo a ser asaltada, paga combustibles a precios récord y sobrevive a un gobierno incapaz de resolver lo más básico. Esa misma clase trabajadora, la que madruga para mover este país, está agotando su paciencia. Y cuando la paciencia se convierte en rabia, ningún blindaje presidencial, ningún discurso disfrazado ni ningún cerco mediático podrán contener lo que se avecina. Porque cuando el hambre, la inseguridad y la desesperanza se juntan, la historia no pregunta… la historia estalla. El pueblo, cuando se cansa y se decepciona, no pregunta: actúa. Y este gobierno no le está dejando otro camino que protestar y tomar las calles. Y cuando eso pasa, la historia cambia, porque un pueblo decidido es más fuerte que cualquier poder.