Indescriptible, aunque se apela al espíritu de las festividades navideñas. Eso sí, para el ejercicio de la actividad partidaria, la noción del reparto inmisericorde alcanzó niveles demenciales a golpe de cajas, fundas y dinero. Y, en justicia, esas manías que confunden cercanía y apuesta al gesto solidario con toda clase de irrespeto a la condición humana encontraron en el liderazgo político un estímulo olímpico, difícil de transformar en mentalidades mal acostumbradas a la espera de “algo”, esencialmente en épocas del último mes del año.
No se trata de renunciar al lado humano de ser sensibles ante los excluidos, ni de darle la espalda al amigo, al familiar, al empleado o al compañero. Se trata más bien de preservar el decoro y calmar aquellas modalidades que derivan en un acoso irreflexivo de parte de quienes rinden un culto a recibir como un acto obligatorio, distante de la bondad humana. Por eso, el recogimiento y punto de pase de balance a todo el año termina agitándose por los excesos de diciembre, sin prestarle la debida atención a los elementos que, en el mundo de la fe, orientan la celebración navideña.
Todo parece exacerbarse en estas fechas. La combinación de estridencia y excesos en el consumo de alcohol, en los reencuentros de familiares y amigos también genera situaciones de riesgo que derivan en estadísticas con un altísimo porcentaje de luto y dolor. Una simple lectura sobre accidentes, actos violentos e incremento en los índices de consumo de bebidas debe servir de alerta a los hacedores de políticas públicas para repensar las condiciones en que se celebran las festividades.
Lo que resulta inevitable es apostar a la racionalidad del reclamo navideño desde el ejercicio de la función pública. Aunque se actúe de manera solidaria, las expectativas y carácter insaciable prevalecen, porque culturalmente se asume al funcionario como dador desbordado a quien, cuando toma las precauciones éticas de lugar en el cuidado de fondos públicos, la etiqueta de tacañería se le asigna como etiqueta descalificadora. Con malsano sabor se asimila más la dimensión de lo que se da y, por infortunio, se minimiza la buena intención. De ahí un desdoblamiento en un receptor que siempre espera, pero aprecia más las cuantías del regalo.
Los políticos, apelando al espíritu humano, debemos acompañar al frágil más allá del periodo navideño. Ahora bien, el sentido de solidaridad navideña, cuando se levanta en el presupuesto nacional, no puede excederse ni constituirse en pieza de escarnio, porque todo exceso administrativo que salte los parámetros de legalidad transforma una buena intención en materia de escándalo.
Al final, el gesto navideño caracterizado por un verdadero sentido de ayuda al prójimo debe cargar como esencia misma de la acción, cumplir sin estridencias apelando a la solidaridad cristiana de hacer el bien sin mirar a los beneficiarios.
