por Pablo R. Bedrossian/https://pablobedrossian.com/
Título: “Vida de los doce Césares”
Autor: Suetonio
Año: c. 120 d.C.
Poco se conoce del historiador Suetonio. Se supone que nació en la década del año ’70, quizás en Roma, y murió en 160. Durante el reinado de Adriano, quien ascendió al trono en 117, se desempeñó como coordinador de la correspondencia del emperador[1], hasta su desplazamiento en 122 por motivos desconocidos. Fue amigo de otro autor famoso de la época, Plinio El Joven, quien era siete años mayor.
“La vida de los doce Césares” es su obra más importante; en ella expone los orígenes del Imperio Romano y, en particular, la vida de sus gobernantes. Describe sus raíces familiares, su juventud, su triunfos y derrotas, su acceso al poder y sus acciones de gobierno. De la función pública pasa al ámbito privado, donde primero enumera sus virtudes y luego sus vicios como si fuera un cronista, aunque no carente de juicio. Además, tras presentar la personalidad de cada césar hace también una descripción de su físico. Sin excepción, refiere también las circunstancias de sus muertes, en la mayoría de los casos violenta a causa de una merecida -según se infiere del texto- conspiración. Nos parece que el mayor aporte de la obra probablemente radica en la vinculación de los valores personales de cada césar con la forma de ejercer su autoridad.
Arranca con Julio César, llamado “divino” por ser el primero en autodivinizar su persona al remontar sus orígenes a la diosa Venus. Como su historia es bien conocida, pasamos al segundo, Augusto, de la familia de los Octavios, quien -aunque regido aún bajo las normas de la república romana- es considerado en la práctica el primer emperador. Suetonio le atribuye a Augusto la máxima “apresúrate con lentitud”. Entre muchas anécdotas, se encuentra el destierro del actor Pilades “porque había señalado con el dedo y puesto en evidencia a un espectador que lo silbaba”. También inmortaliza una frase supuestamente pronunciada por Augusto poco antes de morir: les preguntó a sus amigos “si les parecía que había representado con fidelidad la farsa de la vida” seguida de un remate poético “si en algo ha gustado, dad a la pieza un aplauso y todos manifiesten su alegría”. A Julio César y a Augusto le dedica cerca de un tercio del libro.
Luego aborda a Tiberio, a quien, pese a su “naturaleza cruel y sin piedad, que ni en su infancia permaneció oculta”, le atribuye una frase propia del liberalismo contemporáneo: “en un Estado libre, la palabra y el pensamiento deberían ser libres”; ese pensamiento nos recuerda a aquella frase -creemos de Kant, pero no estamos seguros- que “una sociedad moderna es aquella en la que un individuo puede expresar su opinión sin temor a ser agredido”. Cuenta que “el pueblo se alegró con su muerte”. Le sigue Calígula, cuya infinita crueldad resume en una indicación dirigida a sus verdugos: “hiérele de modo que se dé cuenta de que muere”. En otra frase digna de una pluma implacable, Suetonio dice de él: “hasta aquí hemos hablado de un príncipe; nos queda hablar del monstruo”. Además, menciona que de Calígula “se cuenta que había de hacer cónsul” a su caballo favorito, llamado Incitatus.
A continuación, le llega el turno a Claudio, que nació en Lyon, en la actual Francia; dice que tuvo una niñez llena de enfermedades y que incluso se discutía su salud mental. Ya en el poder, a diferencia de sus predecesores no se destacó por su trayectoria militar; más bien se dedicó a la política, siguiendo los caprichos de su círculo más íntimo, por ello “se comportó no como un príncipe sino como un siervo”. Aparentemente los trastornos psíquicos de su niñez lo acompañaron toda la vida. Entre los datos más relevantes aportados por Suetonio -utilizados como fuente por muchos historiadores- se encuentra un famoso pasaje: “expulsó de Roma a los judíos que se sublevaban con frecuencia a instigación de un tal Crestos”. Este texto se ha tomado como una de las primeras referencias a Cristo por parte de un historiador pagano, aunque hay dudas si ese Crestos corresponde a la figura histórica de Jesús[2]. La expulsión de los judíos aparece en el libro bíblico Hechos de los Apóstoles, atribuido a Lucas, cuando dice “por cuanto Claudio había mandado que todos los judíos saliesen de Roma”[3].
Tras Claudio, se ocupa de Nerón, a quien describe como un narcisista que buscaba el reconocimiento público; lo presenta como un demagogo que finalmente se convirtió en un monstruo: “Después de haber soportado el mundo un emperador semejante un poco menos de catorce años, lo destituyó por fin…” Según el historiador, Nerón pretendía obsesivamente ser reconocido por su talento con la cítara y que, a causa del terror que infundía, era declarado vencedor en los certámenes musicales donde intervenía. Se suicidó a los 32 años para evitar el sufrimiento de una muerte violenta en manos de sus enemigos. Suetonio hace la única cita en su obra a los cristianos al mencionarlos dentro de los edictos represivos promulgados por Nerón: “fueron perseguidos bajo pena de muerte los cristianos, una secta de hombres de una superstición nueva y maléfica”. Cabe mencionar que, según el Libro de los Hechos el nombre de cristianos se les dio a los seguidores de Jesús tempranamente en Antioquía[4].
Estos seis primeros, Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón abarcan el 75% del texto. A cada uno de ellos le dedica un “libro”, lo que nosotros llamamos un capítulo. Luego incluye en un mismo libro a tres figuras que sucesivamente y por un brevísimo tiempo ejercieron la conducción del imperio durante la segunda mitad del siglo I: Galba, Otón y Vitelio. “El linaje de los césares -escribe Suetonio- terminó con Nerón… A Nerón sucedió Galba, no teniendo ningún lazo de parentesco con la familia de los Césares, pero siendo, sin duda alguna, de la más alta nobleza… Galba siempre iba precedido de una fama de crueldad, a la vez, de avaricia”. Fue muerto a golpes tras siete meses de encabezar el imperio. Le sucedió Otón, que gobernó solo tres meses. Amenazado gravemente su poder, se suicidó -según cuenta Suetonio- para evitar, tal como Claudio, ser asesinado con saña y agrega “la mayoría de la gente que en vida le habían cubierto de oprobio, lo colmaron de elogios después de haber muerto”. Parece que desde tiempo antiguos se cumple lo que solía decir no sin ironía nuestro padre: “la muerte mejora a las personas”. Esta sucesión de golpes militares continuó con Vitelio. Dice Suetonio que “gobernó gran parte de su imperio con el consejo de los más viles histriones y conductores de carros” y, aludiendo a su extrema brutaalidad, “estando inclinado a condenar a muerte y al tormento a cualquiera y por cualquier motivo, ordenó matar a traición y de diversos modos a nobles varones, condiscípulos y a gentes de su edad, después de habérselos atraído con toda clase de lisonjas y haberles hecho concebir la esperanza de asociarlos al Imperio”. Cerca del final del libro dedicado a estos tres fugaces césares, cuenta de Vitelio, rodeado de enemigos, “fue abatido con infinidad de golpes y rematado y desde allí arrastrado al Tíber con un garfio” tras gobernar por 9 meses.
La llegada de los Flavios a la más alta posición del imperio devolvió parcialmente la estabilidad al gobierno. Suetonio dedica su último libro a sus tres representantes: primero a Vespasiano, que gobernó entre los años 69 y 79, luego a su hijo mayor Tito y finalmente a su hijo menor Domiciano. Comparte una sabrosa anécdota acerca de Vespasiano “hallándose en la comitiva de Nerón en su viaje a Acaya, cuando Nerón cantaba él se salía con mucha frecuencia o, si estaba presente, se dormía, se ganó una gran enemistad”; tuvo que aislarse, pero luego pudo recuperar su autoridad cuando le dieron el mando del ejército en una de las provincias. Primero fue proclamado emperador por sus tropas, incluido el ejército romano en Judea. Afirma Suetonio “la única cosa que hay por reprocharle es el amor al dinero”. Lo demuestra relatando algo ocurrido en su funeral. Era costumbre que los mimos imitaran al emperador fallecido tal como se comportaba cuando estaba vivo llevando una máscara. En la ocasión el imitador era un actor llamado Favor, quien era el director de los mimos: “al interrogar públicamente a los procuradores cuánto costaba el funeral y el cortejo, cuando oyó decir ‘diez millones de sestercios’ exclamó que le dieran a él cien mil sestercios y que lo arrojaran al (río) Tíber”. Vespasiano murió a causa de una grave infección intestinal. Cuenta que dijo “’un emperador debe morir de pie…’ y mientras se esforzaba por levantarse, murió en los brazos de quienes lo sostenían”.
A Vespasiano lo siguió su hijo Tito, famoso por la destrucción de Jerusalén; aún hoy puede admirarse el arco levantado en su honor en Roma. Suetonio le dedica un corto espacio en su obra y lo pondera más que lo que lo castiga. “A su hermano, que no cesaba de conspirar contra él… se mantuvo firme en no darle muerte, no desterrarlo y ni siquiera disminuirle los honores, sino que, desde el primer día de su principado, lo proclamó su asociado, su futuro sucesor… en medio de esto acontecimientos fue arrancado prematuramente por la muerte con mayor perjuicio para la humanidad que para él”.
Finalmente, Suetonio aborda la vida de Domiciano: “en los comienzos de su principado solía tomarse unas horas para sí y no solía hacer nada más que cazar moscas y ensartarlas luego con un punzón muy agudo”. Sin embargo, rescata los cambios favorables para la población que realizó en su gobierno, aunque lo exhibe como un hombre implacable e impiadoso: “no perseveró en una clemencia y en su integridad, y, sin embargo, se inclinó con algo más de rapidez a la crueldad que a la concupiscencia… Domiciano era de una crueldad no solo grande sino también astuta e imprevista”. Su mala administración lo llevó a la ruina. Dice Suetonio “siendo odioso para todos, fue víctima al fin de una conspiración de sus amigos y libertos más íntimos, juntamente con su esposa”.
Hay diversas ediciones de “Vida de los doce Césares” de Suetonio. Sugerimos que se lea alguna con comentarios y glosario pues hay términos que hacen referencias a costumbres y objetos propios del Imperio Romano, tales como laticlavia, lictores, cohorte, pretexta, entre muchas otras. Desde luego, para los amantes de la Historia, esta es una obra imprescindible.
© Pablo R. Bedrossian, 2022. Todos los derechos reservados.
REFERENCIAS
[1] El puesto era de secretario ab epistulio
[2] Por ejemplo, entre los que han considerado que es una mención a Jesucristo se encuentran Gerd Theissen y Annette Merz, en su obra de estudio “El Jesús histórico”, Ediciones Sígueme, 1989, 2000, p.104; además, en la página 100 dice “Plinio El Joven, Tácito y Suetonio hablan de pasada sobre ‘Cristo’ (o ‘Cresto’) y no parece que se den cuenta de que utilizan un título mesiánico como nombre propio”. Entre obras más populares, el Crestos de Suetonio identificado como Cristo aparece en el clásico apologético de Josh McDowell “Evidencia que exige un veredicto”.
[3] Hechos 18:2; en el mismo libro hay otra mención de Claudio en Hechos 11:28: “Y levantándose uno de ellos, llamado Agabo, daba a entender por el Espíritu, que vendría una gran hambre en toda la tierra habitada; la cual sucedió en tiempo de Claudio”.
[4] Hechos 11:26b dice “a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”.
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