miércoles, 3 de agosto de 2022

EXCELENTE RESUMEN! Una breve historia de la educación

Tomado de http://zolani.es/

Para entender las escuelas, tenemos que verlas desde una perspectiva histórica.

Cuando vemos que los niños de todo el mundo están obligados por ley a ir al colegio, que casi todas las escuelas están estructuradas de la misma manera y que nuestra sociedad tiene que hacer frente a una gran cantidad de dificultades y costes para hacer posible su existencia, tendemos de forma natural a asumir que existe una razón fundamentada y lógica para todo esto. Quizás, si no obligáramos a los niños a ir a la escuela, o si los colegios funcionaran de un modo muy diferente, los niños no llegarían a ser adultos competentes. Quizás haya personas muy inteligentes que ya se hayan planteado todo esto y lo hayan demostrado de algún modo, o quizás se hayan desarrollado planteamientos alternativos relacionados con el desarrollo infantil y con la educación y hayan fracasado.

En las entradas anteriores he presentado pruebas que demuestran lo contrario. Concretamente, en la del 13 de agosto, describí la Sudbury Valley School, donde durante cuarenta años los niños llevan educándose a sí mismos en un contexto basado en supuestos contrarios a los de educación tradicional. Los estudios sobre esta escuela y sus alumnos muestran que los niños normales se educan mediante la exploración y el juego libres, sin que sean dirigidos por los adultos y sin hacer uso del castigo, y así se convierten en adultos plenos y competentes en la cultura dominante. En lugar de educar a través de actividades dirigidas o mediante el castigo, esta escuela ofrece una gran variedad de contextos en los que jugar, explorar y experimentar la democracia en primera persona y lo hace con menos dificultades y menos costes para las personas implicadas que los que se necesitan para hacer funcionar las escuelas convencionales. Entonces, ¿por qué la mayoría de escuelas no son como esta?

Si queremos entender por qué las escuelas convencionales son lo que son, tenemos que descartar la idea de que son productos surgidos de la necesidad lógica o de la percepción científica. Son, más bien, productos de la historia. La educación como la conocemos hoy en día solo cobra sentido si la miramos desde una perspectiva histórica. Y de este modo, como un primer paso para explicar por qué las escuelas son lo que son, presento aquí, en pocas palabras, un resumen de la historia de la educación desde el comienzo de la humanidad hasta hoy. La mayoría de los investigadores de historia de la educación utilizarían términos diferentes a los que yo uso aquí, pero dudo que rechazaran la precisión de este texto en términos generales. De hecho, he empleado los escritos de estos investigadores como ayuda para la elaboración del mismo.

En el comienzo, durante cientos de miles de años, los niños se educaron a sí mismos a través de la exploración y el juego libres.

En relación con la historia biológica de nuestra especie, las escuelas son instituciones muy recientes. Durante cientos de miles de años, antes de la aparición de la agricultura, vivíamos como cazadores-recolectores. En mi entrada del 2 de agosto, resumí las pruebas antropológicas que indican que los niños de las sociedades cazadoras-recolectoras aprendían aquello que necesitaban para convertirse en adultos competentes a través de la exploración y el juego libres. El fuerte impulso de los niños por jugar y explorar probablemente se produjo durante nuestra evolución como cazadores-recolectores para servir a las necesidades de la educación. Los adultos de estas sociedades permitían que los niños tuvieran libertad prácticamente ilimitada para jugar y explorar por su cuenta, porque reconocían que estas actividades eran su forma natural de aprendizaje.

Con la llegada de la agricultura y, posteriormente de la industria, los niños se convirtieron en trabajadores forzosos. El juego y la exploración se suprimieron. La perseverancia, que había sido una virtud, se convirtió en un vicio que tenía que ser reprimido en los niños.

La invención de la agricultura, que tuvo lugar hace diez mil años en algunos lugares del mundo, y hace menos tiempo en otros, provocó un torbellino de cambio en la forma de vida de las personas. El modo de vida de los cazadores-recolectores se basaba en las habilidades y en el conocimiento, pero no en el trabajo. Para ser cazadores y recolectores eficaces tenían que adquirir un amplio conocimiento de las plantas y de los animales de los que dependían, así como de los lugares en los que buscaban alimento. También debían desarrollar una gran habilidad para fabricar y manejar las herramientas de caza y recolección. Tenían que ser capaces de tomar la iniciativa y utilizar su creatividad para encontrar alimento y seguir rastros. Sin embargo, no tenían que trabajar muchas horas y el trabajo que realizaban era interesante, no aburrido. Los antropólogos han señalado que los grupos de cazadores-recolectores que han estudiado no distinguían entre el trabajo y el juego; de hecho, todos los aspectos de la vida se entendían como un juego.

Pero la agricultura cambió todo esto de forma gradual. Gracias a ella, la gente pudo disponer de más alimentos, lo que les permitió tener más hijos. La agricultura también permitió (u obligó) a que la gente se asentara en viviendas permanentes, donde plantaban sus cosechas, y dejara de ser nómada, lo que hizo posible que las personas acumularan propiedades. Pero estos cambios se produjeron a costa de un gran trabajo. Mientras que los cazadores-recolectores cosechaban hábilmente lo que la naturaleza había generado, los granjeros tenían que arar, plantar, cultivar, ocuparse del rebaño, etc. Llevar a cabo las labores del campo de forma productiva requería largas horas de trabajo repetitivo y no especializado, y la mayoría de este lo podían realizar los niños.

Como las familias tenían más miembros, los niños tenían que trabajar en el campo para ayudar a alimentar a sus hermanos pequeños, o tenían que trabajar en casa para ayudar a cuidarlos. La vida de los niños cambió gradualmente y pasó de la libre elección de sus propios intereses a una jornada laboral cada vez mayor, necesaria para servir al resto de la familia.

La agricultura y la posesión de tierras y acumulación de propiedades consiguientes también generaron, por primera vez en la historia, diferencias de clase evidentes. Las personas que no poseían tierras se convirtieron en dependientes de las que sí tenían. Asimismo, los terratenientes descubrieron que podían incrementar su riqueza si otras personas trabajaban para ellos. De este modo, comenzaron a desarrollarse los sistemas de esclavitud y otras formas de servidumbre. Aquellos que poseían riqueza podían enriquecerse aún más con la ayuda de aquellas personas que dependían de ellos para sobrevivir. Todo esto culminó con el feudalismo en la Edad Media, cuando la sociedad experimentó un cambio brusco y se convirtió en jerárquica, con unos pocos reyes y señores feudales en la cúspide de la pirámide y las masas de esclavos y siervos en la base. La mayoría de las personas, niños incluidos, eran siervos. Las lecciones principales que los niños debían aprender eran la obediencia, la supresión de su propia voluntad y la muestra de veneración hacia los amos y señores. Un espíritu rebelde podría resultar mortal.

En la Edad Media, los amos y señores no tenían reparos en azotar a los niños para someterlos a su voluntad. Por ejemplo, en un documento de finales del siglo XIV o principios del XV, un conde francés aconsejaba que los cazadores que servían a la nobleza deberían «escoger a un siervo joven, de unos siete u ocho años» y que «este chico debería ser azotado hasta que tuviera miedo de no cumplir las órdenes de su señor» [1]. El documento continuaba con una lista de un gran número de quehaceres que el chico tendría que realizar diariamente y señalaba que dormiría en un altillo encima de los perros de caza para poder atender las necesidades de estos.

Con el desarrollo de la industria y de una nueva clase burguesa, el feudalismo fue decayendo gradualmente, pero esto no supuso una mejora inmediata en las vidas de la mayoría de los niños. Los propietarios de negocios, como los terratenientes, necesitaban trabajadores y podían sacar partido de que estos trabajaran lo máximo posible por una compensación mínima. Todo el mundo es consciente de la explotación que esto trajo consigo y que aún existe en muchas partes del mundo.

Las personas, incluso los niños, trabajaban la mayor parte de las horas que pasaban despiertos, siete días a la semana, en condiciones infrahumanas, solo para sobrevivir. El trabajo infantil se trasladó del campo, donde, al menos, había sol, aire fresco y alguna oportunidad para jugar, a las lúgubres fábricas, sucias y abarrotadas. En Inglaterra era frecuente que las autoridades que se encargaban de dar asistencia a los pobres trasladaran a los niños del campo a las fábricas, donde se les trataba como esclavos. Miles de ellos morían cada año a causa de las enfermedades, el hambre y la extenuación. Pero no fue hasta el siglo XIX cuando Inglaterra aprobó leyes que restringían el trabajo infantil. En 1883, por ejemplo, la nueva legislación prohibió que los fabricantes de la industria textil contrataran a niños menores de 9 años, y limitaron a 48 las horas laborales máximas a la semana para los niños de entre 10 y 12 años y a 69 para los de edades comprendidas entre los 13 y los 17 [2].

En definitiva, durante miles de años tras el desarrollo de la agricultura, la educación infantil consistía, hasta un punto considerable, en reprimir su voluntad para convertirlos en buenos trabajadores. Ser un niño bueno era ser un niño obediente, que reprimía su necesidad de jugar y explorar y cumplía las órdenes de sus señores adultos. Afortunadamente, tal educación nunca fue del todo eficaz. Los instintos humanos de jugar y explorar son tan poderosos que nunca pueden eliminarse completamente de un niño. Pero, desde luego, la filosofía de la educación durante ese periodo, hasta el punto en que se articuló, fue contraria a la educación que habían mantenido los cazadores-recolectores durante cientos de miles de años atrás.

Por varias razones, algunas de carácter religioso y otras seculares, surgió la idea de la educación universal obligatoria y fue expandiéndose de forma gradual. La educación se entendía como instrucción.

A medida que la industria progresó y se convirtió en algo más automatizado, la necesidad de trabajo infantil decayó en algunas partes del mundo. Comenzó a extenderse la idea de que la infancia debía ser una etapa para aprender y empezaron a crearse escuelas infantiles como lugares de aprendizaje. De forma gradual, la idea y la práctica de una educación pública, obligatoria y universal fue desarrollándose en Europa desde comienzos del siglo XVI hasta el XIX. Se trataba de un proyecto que contaba con muchos seguidores, y todos ellos tenían opiniones propias sobre las enseñanzas que los niños deberían recibir.

Gran parte del entusiasmo que surgió por la educación universal provenía de las religiones protestantes emergentes. Martín Lutero manifestó que la salvación depende de la lectura personal de las Escrituras. Una consecuencia (de la que Lutero se percató) fue que cada persona tenía que aprender a leer y también debía saber que las Escrituras representan verdades absolutas y que la salvación depende de que se entiendan dichas verdades. Lutero y otros representantes de la Reforma fomentaron la educación pública como un deber cristiano que salvaría las almas del castigo eterno. En Alemania, pionera en el desarrollo de la educación, a finales del siglo XVII existían leyes en la mayoría de sus estados que obligaban a los niños a ir a la escuela, pero era la Iglesia luterana, no el estado, la que dirigía estas escuelas [3].

En Estados Unidos, a mediados del siglo XVII, Massachusetts se convirtió en la primera colonia en la que se crearon escuelas, cuyo propósito, claramente definido, era hacer de los niños buenos puritanos. A comienzos de 1690, los niños de Massachusetts y de las colonias adyacentes aprendieron a leer con el libro de texto New England Primer, conocido coloquialmente como «la pequeña Biblia de Nueva Inglaterra»[4]. En él se incluían unas rimas cortas para ayudar a los niños a aprender el abecedario, que comenzaban con «In Adam’s Fall, We sinned all» («por Adán y su pecado, quedamos condenados») y acababan con «Zaccheus he, Did climb the tree, His Lord to see» («Zaqueo al árbol subió, para ver a su Señor»). Este libro también incluía el Padre Nuestro, el Credo, los Diez Mandamientos y varias lecciones diseñadas para generar en los niños el temor de Dios y un sentido del deber hacia sus mayores.

En el sector industrial, los patrones veían la escolarización como un modo de formar mejores trabajadores. Para ellos, las enseñanzas más importantes eran la puntualidad, cumplir órdenes, soportar largas horas de trabajo tedioso y una mínima habilidad para leer y escribir. Desde su punto de vista (aunque puede que no lo expresaran así), cuanto más aburridas fueran las lecciones de la escuela, mejor.

A medida que las naciones fueron tomando forma y se organizaron de forma más centralizada, los líderes nacionales veían la escuela como un medio para crear buenos patriotas y futuros soldados. Para ellos, las lecciones más importantes trataban sobre la gloria de la madre patria, los maravillosos logros y virtudes morales de los líderes y fundadores de la nación, y la necesidad de defender la nación frente a las fuerzas malignas del exterior.

A esta mezcolanza tenemos que añadir a los reformistas, quienes realmente se preocupaban por los niños, y cuyos mensajes hoy en día podríamos escuchar con comprensión. Ellos veían la escuela como lugares que protegían a los niños de las fuerzas dañinas del mundo exterior y como lugares que les proporcionaban las bases morales e intelectuales necesarias para convertirse en adultos respetables y competentes. Pero ellos también tenían una opinión propia sobre lo que los niños debían aprender. Tenían que estudiar lecciones morales y disciplinas, tales como latín y matemáticas, que ejercitarían su mente y los convertiría en estudiosos.

Así que todos aquellos implicados en la fundación y mantenimiento de las escuelas tenían una clara visión de las lecciones que se tenían que aprender allí. De hecho, nadie creía que dejar a los niños a su aire, aunque fuera en un ambiente que propiciara el aprendizaje, haría que asimilaran las lecciones que ellos (los adultos) consideraban tan importantes. Todos ellos veían la escuela como instrucción, como la implantación de ciertas verdades y formas de pensar en las mentes de los niños. El único método de instrucción que se conoce, tanto antes como ahora, es la repetición forzada y la comprobación de que se recuerda lo que se ha repetido.

Con el aumento de la escolarización, la gente comenzó a pensar en el aprendizaje como la tarea propia de los niños. Los mismos métodos autoritarios que se habían empleado para hacer que los niños trabajasen en el campo y en las fábricas se transmitieron, de forma bastante natural, a las aulas.

Repetir y memorizar lecciones es un trabajo tedioso para los niños, cuyos instintos les incitan constantemente a jugar de forma libre y a explorar el mundo por su cuenta. Del mismo modo en que los niños no se adaptaron de forma inmediata al trabajo en el campo y en las fábricas, tampoco lo hicieron a la escuela, algo que no pilló por sorpresa a los adultos implicados. En este punto de la historia, la idea de que la indomabilidad propia de los niños tenía valor, se había olvidado por completo.

Todo el mundo asumía que, para hacer que los niños estudiaran en la escuela, había que reprimir su voluntad. Los castigos de todo tipo se entendían como algo intrínseco al proceso educativo. En algunas escuelas, se permitía a los niños ciertos periodos de juego (recreo), para que pudieran desahogarse, pero el juego no se consideraba como un vehículo de aprendizaje. En el aula, el juego era el enemigo del aprendizaje.

Una importante actitud de las autoridades escolares del siglo XVIII hacia el juego se refleja en las reglas de John Wesley para las escuelas metodistas, que incluía la declaración siguiente: «Como no tenemos días para jugar, tampoco permitimos que haya tiempo para el juego ningún día, ya que el que juega de niño, jugará también de hombre». [5]

Los métodos basados en la fuerza bruta que se habían usado constantemente para mantener a los niños trabajando en las granjas o en las fábricas se traspasaron a las escuelas para hacer que los niños aprendieran. Algunos de los profesores, cuya remuneración era baja y que contaban con preparación deficiente, eran muy crueles. Un maestro de Alemania guardaba registros escritos de los castigos que impuso durante sus 51 años de profesión, una lista incompleta que incluía: «911 527 golpes con una barra, 124 010 azotes con una vara, 20 989 golpes con una regla, 136 715 golpes con la mano, 10 235 golpes en la boca, 7905 bofetadas en las orejas y 1 118 800 golpes en la cabeza» [6]. Y qué duda cabe de que este maestro estaba orgulloso de la educación que había inculcado.

En su autobiografía, John Bernard, un prominente pastor de Massachusetts del siglo XVIII, describió con aprobación cómo él mismo, de niño, había sido azotado de forma regular por su profesor [7]. Y lo habían azotado por su deseo irresistible de jugar, por no haberse aprendido la lección e incluso porque sus compañeros no habían estudiado. Como él era un chico listo, hacían que ayudara a otros niños a estudiar, y cuando estos no conseguían recitar una lección de forma correcta, le azotaban por ello. Su única queja fue que un compañero de clase se equivocaba en sus lecciones de forma deliberada para ver cómo le azotaban. Finalmente, solucionó el problema dándole al compañero «una buena paliza» cuando terminó la jornada escolar y amenazándole con más palizas en el futuro. Aquellos sí que eran buenos tiempos.

Últimamente, los métodos educativos son menos duros, pero las premisas básicas no han cambiado. El aprendizaje continúa viéndose como la tarea de los niños, y los métodos autoritarios se utilizan para hacer que los niños realicen ese trabajo.

Durante los siglos XIX y XX, las escuelas públicas fueron evolucionando de forma gradual hacia lo que todos reconocemos como las escuelas convencionales. Las formas de disciplina se tornaron más humanas, o al menos, no tan físicas; las lecciones se volvieron más laicas; con la expansión del conocimiento, el currículo incluyó una lista de asignaturas cada vez mayor, y el número de horas, días y años de educación obligatoria se incrementó continuamente.

De forma gradual, la escuela sustituyó al trabajo en el campo, en las fábricas y a las tareas domésticas como la principal obligación de los niños. Al igual que los adultos pasaban ocho horas en su puesto de trabajo, los niños dedicaban seis horas a la escuela, más otra hora de deberes e, incluso, más horas de lecciones fuera de la escuela. Con el tiempo, las vidas de los niños se han ido definiendo y estructurando según el currículo escolar. Hoy en día, a los niños prácticamente se les identifica en todo el mundo por el curso en el que están en la escuela, al igual que a los adultos se les identifica por su trabajo o profesión.

Actualmente, las escuelas son mucho menos duras que antes, pero hay ciertas premisas acerca de la naturaleza del aprendizaje que continúan intactas: aprender es un trabajo duro, es algo a lo que hay que obligar a los niños a hacer, no algo que ocurre de forma natural a través de las actividades que ellos mismos eligen. Los educadores, y no los niños, son quienes deben decidir las lecciones específicas que estos deben aprender, por lo que la educación, hoy en día, continúa siendo, al igual que siempre, una cuestión de instrucción (aunque los enseñantes tienden a evitar este término y usan, de manera errónea, palabras como «descubrimiento»).

Hoy en día, puede que los educadores inteligentes utilicen la palabra «juego» para hacer que los niños se diviertan con algunas de sus lecciones, y puede que se permita a los niños jugar en el recreo (aunque últimamente, esto está disminuyendo), pero que los niños jueguen de manera libre se considera inadecuado como base de la educación. A aquellos niños cuyo deseo de jugar es tan fuerte que no pueden atender en silencio en clase ya no se les azota, sino que se les medica.

Actualmente, la escuela es el lugar donde todos los niños aprenden la distinción que los cazadores-recolectores nunca conocieron: la diferencia entre trabajar y jugar. Los profesores dicen: «cuando termines tu tarea, podrás jugar». Claramente, según este mensaje, la tardea, que abarca todo el aprendizaje escolar, es algo que no se quiere hacer pero se debe; y jugar, que es lo único que se quiere hacer, apenas tiene valor. Probablemente, esta es la lección más importante de nuestro método educativo. Aunque los niños no aprendan nada más en la escuela, sí conocen la diferencia entre trabajar y jugar, y saben que aprender implica trabajar, no jugar.

En esta entrada he intentado explicar cómo la historia de la humanidad ha llevado al desarrollo de las escuelas como las conocemos hoy. En mi próxima entrada, comentaré algunas de las razones por las que los intentos modernos de reformar las escuelas de formas simples han sido tan poco efectivos.
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Notas

1. Cita de Orme, N. (2001), Medieval children, pág. 315
2. Mulhern, J. (1959), A history of education: A social interpretation, 2ª edición.
3. De nuevo, Mulhern (1959).
4. Gutek, G. L. (1991), An historical introduction to American education, 2ª edición.
5. Cita de Mullhern (1959, pág. 383).
6. De nuevo, en Mullhern (1959, pág. 383).
7. De «Autobiography of the Rev. John Bernard», Collections of the Massachusetts Historical Society, 3rd Ser., 5 [1836]: 178-182. Extraído de J. Martin (Ed.) (2007), Children in Colonial America.
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Dr. Peter Gray, profesor investigador en el Boston College de Massachusetts (EE.UU), es el autor del libro publicado recientemente Free to learn (Editorial Basic Books) y de Psychology (libro de texto, 6ª edición).

Artículo original en inglés:
www.psychologytoday.com/blog/freedom-learn/200808/brief-history-education

Otros artículos de Peter Gray en inglés:
www.psychologytoday.com/blog/freedom-learn

Libro en inglés «Free to Learn«:
www.freetolearnbook.com

Artículo traducido del inglés por Paula Soria García