Una parte importante del 66 por ciento de la población que vivía en la zona rural, salió hacia las ciudades.
El campo comenzó a despoblarse aceleradamente y las ciudades, sobre todo la capital, a superpoblarse.
La demanda de energía eléctrica se multiplicó.
La instalación de generadores siguió al mismo ritmo de cuando las ciudades solo alojaban el 34 por ciento de la población.
Desde entonces, el país ha sufrido una crisis de suministro de electricidad crónica, con episodios agudos provocados por una pésima gestión de las empresas del sector.
Al correr de los años, con una demanda superior a la oferta, más la politiquería asentada en las empresas públicas del sector, el servicio de electricidad se ha tornado en una sanguijuela del erario.
Del total de la energía que se compra a los generadores –públicos y privados– el 42 por ciento se pierde “técnicamente”.
Mantener en pie a las empresas distribuidoras –todas estatales– cuesta un dineral.
El subsidio al sector eléctrico monta más de 1,200 millones de dólares anuales en promedio.
Pero todas las empresas, grandes y pequeñas, hogares y oficinas, tienen que disponer de inversores y plantas para garantizarles un servicio continuo a sus clientes.
Y todo eso a pesar de que desde el 2009 al año pasado, el país se endeudó por más de 3,000 millones de dólares solo para “mejorar” la trasmisión y distribución de electricidad.
La demanda de más generación seguirá creciendo, la pobre gestión de las Edes no tiene horizonte de cambio y el subsidio que desangra al erario para suplir un negocio que debía ser rentable, nadie ha podido desmontarlo.
Es negocio coger préstamos para la electricidad, es negocio regalar la energía a potentados y marginados como canonjía política y es negocio mantener el subsidio.
El mal negocio es que los usuarios tengan que pagar por el servicio vía sus facturas particulares y sostener con sus impuestos un sistema que ninguna autoridad quiere reventar y ponerlo a operar eficazmente.