Carta de Juan Bosch en el Día de las Madres
Tomado de vanguardia del Pueblo
En
mayo de 1963, ostentando la Presidencia de la República, el Profesor
Juan Bosch escribió una carta con motivo del Día de Las Madres, que
conservamos en los archivos del Departamento de Documentación de la
Secretaría de Comunicaciones del PLD y que compartimos con nuestros
lectores
Hoy
es Día de las Madres. Lo celebramos el último domingo de mayo y
deberíamos hacerlo el primer día de la primavera, cuando la tierra entra
en su nueva etapa de fecundidad; cuando el mundo en que vivimos da de
sus entrañas todas las fuerzas ocultas que Dios ha puesto en él para que
pueda ofrecer al hombre los mejores frutos, las flores más bellas, las
mieles más ricas y los cantos más armoniosos de las aves.
En
la religión católica de nuestro pueblo, la Madre es María, la virgen de
los siete dolores. Y está bien que sea así porque salvo el momento en
que ve nacer al hijo y oye su primer grito, cuando la alegría de haber
traído al mundo una nueva vida la embriaga como una copa de licor
divino, la madre siempre sufre: sufre el dolor físico del alumbramiento y
sufre toda la vida el dolor moral del miedo; miedo a que su hijo se le
enferme o no sea el hombre bueno que ella espera o no resulte tan
inteligente como lo desearía, y sufre cada hora la anticipación de la
muerte de su criatura. Con los siete puñales del dolor clavados en su
corazón, la madre de Jesús es el símbolo de la madre cristiana, y es por
tanto el símbolo de la madre dominicana.
¿Quién ha sufrido más que esta
madre dominicana?
Sufrió
cuando era india y llegaron los conquistadores españoles y echaron
perros bravos al monte para cazar el hijo indio, y cuando tuvo hijo
español y lo vio partir a la guerra para salvar el país de los piratas;
sufrió cuando ya no era india ni española, sino mestiza y con la llegada
de los esclavos, a quienes los amos arreaban a latigazos, comprobó que
había razas sometidas y la suya era una de ellas; y sufrió cuando era
madre esclava y veía nacer al hijo condenado a la esclavitud, o cuando
fue negra libre y tuvo hijo del español y supo que ese hijo no sería
bien querido porque nunca sería de la raza pura del padre.
La
madre dominicana sufrió cuando los bucaneros se metieron tierra adentro
disparando sus arcabuces y tomando presos a los pobladores; sufrió
cuando el rey de España ordenó que se dejaran despobladas las ciudades
del Oeste y del Norte y ella tuvo que hacer a pie, junto al hijo, los
largos caminos hacia la Capital; sufrió cuando sus hijos tuvieron que ir
a la guerra para reconquistar la Tortuga y para echar a los franceses
hacia el mar y sufrió mucho más cuando llegaron los días de las guerras
sociales en Haití y cuando los haitianos entraron en la parte española y
pasaron a cuchillo poblaciones enteras en Santiago, en Moca, en Cotuí y
en las rutas del Sur.
Cuando
los hombres combatían en Palo Hincado, cuando el hombre mataba a los
sitiados de la Capital, cuando se luchaba, en fin, para volver a hacer
española la colonia que había caído en poder de Francia, fue ella, la
madre dominicana, la que vio a los hijos partir hacia las batallas y
enflaquecer hasta la muerte en la ciudad sitiada.
Para
hacer la Patria, entre 1844 y 1855, ¿quién dio hijos si no ella? ¿Quién
quedaba con el corazón atribulado cuando los hombres iban a combatir en
Azua o en Santiago? ¿De dónde habían salido los que cayeron en Las
Carreras y en Beller si era del vientre de la madre dominicana? ¿y por
qué rodaban a chorros las lágrimas cuando al poblado lejano, al campo
perdido, llegaba la noticia de la muerte de un combatiente, si no era
por las mejillas secas de la madre?
La
madre dominicana llevó sobre su alma el peso de la guerra cuando los
españoles volvieron al país traídos por Santana y el pueblo se sublevó
en Capotillo y comenzó aquella lucha sangrienta contra los que habían
sido portadores de la civilización cristiana para sembrarla en nuestro
suelo y en esa nueva ocasión eran ocupantes extranjeros de una República
que a lo largo de once años había luchado en los valles y las lomas de
la frontera y en las aguas del mar para que sus hijos fueran dueños de
su patria. Mientras los hombres se mataban en Guanuma, en Puerto
Príncipe en el Canal de Paya, en los arenales de la Línea Noroeste, la
madre dominicana esperaba en el bohío o en la casa de yaguas del pueblo
que le llegara la noticia de que el hijo había caído en la batalla.
Madre
adolorida como la nuestra, ninguna; madre con el corazón deshecho por
la angustia como la de nuestro pueblo, ninguna. Pues llegó la hora en
que la bandera española se fue alejando mar afuera; pero los
dominicanos, acostumbrados a matar para defender su República, siguieron
matándose entre sí; y se mataban un día y otro, un mes y otro, un año y
otro, hasta que el brazo fuerte de Ulises Heureaux impuso la paz; solo
que la paz fue la obra del crimen y con el crimen llegó el miedo a
sentarse en el umbral de todas las puertas y entonces la madre sufrió de
miedo y en cada pisada que resonaba en la noche creía ver llegar a los
que iban en busca del hijo para fusilarlo en el cruce de dos caminos o
para encerrarlo de por vida en una cárcel pestilente o para llevárselo a
la fuerza a servir en los cuarteles.
Madre
dominicana, árbol del sufrimiento, ¿quién iba a decirte que del cadáver
del tirano, caído a tiros en Moca, iban a salir los infiernos de la
guerra civil? Pero salieron, y durante diecisiete años de espanto viste a
tu hijo irse a los combates y miles de veces no lo viste y nunca
supiste en qué perdido matorral quedó su cuerpo con una vena rota por
donde la sangre que tú le diste había salido a chorros llevándose la
vida que tú creaste para que fuera útil y hermosa.
Madre
adolorida, esta República descansa en la base misma de tu corazón; está
nutrida por tu dolor, por el dolor que padeciste cuando la infantería
de marina norteamericana se adueñó de esta tierra y se llevó tu hijo a
empujones para que no protestara por el atropello que le habían hecho a
la patria; está nutrida por tu dolor de siglos, sobre el cual apenas es
una luz lejana el recuerdo de algunos días de paz perdidos entre los
muchos días de padecimientos.
Tras
unos pocos de esos días de paz, cuando la bandera de la cruz hubo
flotado en los cielos donde flotó la de las barras y las estrellas, cayó
sobre ti el espanto; cayó como una ave de piedra en cuyos ojos
fulguraba el crimen; cayó y se posó sobre la República y la cubrió de la
costa a la montaña, del mar al río, de la arena al árbol, de la calle
al nido. ¿De dónde vino Rafael Leonidas Trujillo, llama oscura, fuego
ardiente y sin luz, señor de la maldad? ¿Por qué asesinó a tu hijo en
los bosques, por qué lo torturó en La Cuarenta, por qué echó sus
despojos al mar, por qué te lo lanzó al exilio? ¿Cómo se explica, madre
dominicana, que tu alma pudiera resistir tanto tormento y no estallara?
¿Quién podrá decirnos por qué no se secó tu vientre; debido a qué
milagro seguiste dando hijos para que la tiranía los triturara?
Hoy
recuerdas con horror los días en que a la hora de la comida tu hijo
tardaba y a ti se te encogía el alma pensando si no había caído en manos
de los esbirros; las tardes en que rondaban por tu casa caras
desconocidas y esa noche el hijo que había salido a pasear con los
amigos no volvía a la hora acostumbrada y tú no podías dormir loca de
sufrimiento, y temblabas a cada ruido esperando la peor de las
noticias.Madre dominicana, ¿cómo pudiste resistir treinta y dos años de
crimen? Treinta y dos años es demasiado tiempo para sufrirlos con una
lanza clavada en el corazón. En esos treinta y dos años, todas las
noches fueron de pavor; y si tú pudiste padecerlos es porque la
resistencia de tu alma es infinita.
Ciertos
pueblos antiguos construían sus viviendas sobre el cadáver de un niño.
Los cimientos de la patria dominicana están hechos sobre el dolor de la
madre. No han sido los que han caído en los combates ni los torturados
en las prisiones ni los fusilados en la noche ni los echados al exilio
los que más han sufrido; ha sido ella, la madre, la que siempre tiene en
el pecho una fuente inagotable de ternura y a la vez una llaga de amor
que jamás se cierra.
En
este día de las madres debemos consagrar una hora a ella; a la madre de
todos, a la que cada día pasa por nuestro lado sin que sepamos su
nombre; a la que ya murió y a la que aún vive. No pensemos sólo en la
nuestra, en la que nos llevó en su entraña y nos cobijó con su amor.
Esa
es siempre la más bella aunque sus rasgos sean toscos; la más joven
aunque tenga ochenta años y peine canas; la más saludable aunque esté en
lecho de enferma; la más alegre aunque el sufrimiento la haya
deformado; la siempre viva aunque haya muerto. Pero la otra, la de
todos, la madre del sufrimiento dominicano, la madre que dio hijos para
que hicieran patria y los dio para las guerras civiles y los dio para
restaurar la República y los dio de nuevo para que los caudillos los
enviaran a la muerte; la madre dominicana que parió víctimas para la
tiranía… ésa es la raíz misma de este pueblo, la fuente de su vida y tal
vez la única explicación de su existencia.
Sea
para ella nuestra veneración… Pero nuestra preocupación debe ser para
la madre pobre; la que en los ranchos de las ciudades y en los bohíos de
los campos, a la luz de la jumiadora o de la lámpara, ha estado junto
al catre o junto a la barbacoa del hijo enfermo, vigilando con ojos
endurecidos por el trasnocho y rogando al Dios de las alturas, con
palabras atravesadas por el dolor, la salvación del enfermito.
Nuestros
pensamientos son hoy, Día de las Madres, para esa que se levantó
atormentada, buscando con ojos sin sentido en los rincones de la
vivienda algo con qué hacer comida para sus hijos, los hijos del hambre
que ella trajo al mundo con tanto amor como la señora encopetada, pero
desdichadamente sin la comodidad de la señora encopetada.
Madre
dominicana pobre, fuente del sufrimiento, flor de lágrimas: tus hijos
duermen sin sábanas, tus hijos se levantan desnudos y pasarán el día
desnudos o vestidos de harapos; tal vez tus hijos no comerán en este Día
de las Madres. Pero ten la seguridad de que miles y miles de
dominicanos oran y luchan para que en esta tierra que te debe tanto
amanezca un día la justicia sentada en la loma más alta y en el bohío
más humilde, con las dos manos llenas del pan que te has ganado con tu
dolor en todos los años de nuestra historia.
Que el Señor te bendiga en este día, madre dominicana