PEDRO SILVERIO ALVAREZ
Tomado de Diario Libre
Existe
una fuerte sinergía entre las instituciones económicas y políticas.
Instituciones políticas extractivas concentran el poder en las manos de
una pequeña elite y pone pocas restricciones al ejercicio de este poder.
Las instituciones económicas son, entonces, frecuentemente
estructuradas por esta elite para extraer recursos del resto de la
sociedad.
Instituciones económicas extractivas, por tanto, acompañan de
forma natural a las instituciones políticas extractivas. De hecho,
ellas, inherentemente, dependen de instituciones políticas extractivas
para sobrevivir. (...) La razón más común por la que las naciones
fracasan hoy es porque tienen instituciones extractivas. Acemoglu y
Robinson, Why nations fail, 2012
Las
instituciones duraderas -casi siempre- son aquellas que surgen del
“orden natural” de las cosas; y reflejan de alguna manera la necesidad
de un marco para la cooperación entre los individuos, independientemente
de que estén motivados por sus intereses particulares. El Estado y el
mercado son dos ejemplos de instituciones que han surgido de esa
necesidad de cooperación social. Sin embargo, el mercado es anterior al
surgimiento del Estado. La necesidad de intercambio es inherente a la
naturaleza humana; no hay manera que un ser humano pueda satisfacer
todas sus necesidades, incluyendo las inmateriales. El surgimiento del
Estado puede vincularse a la necesidad de preservar los derechos de
propiedad -o de dominación de una clase sobre otra, según Marx-, y
garantizar un orden que permita el continuo intercambio de derechos
-bienes y servicios- entre los individuos.
Obviamente,
el Estado -es decir, la organización jurídica de la nación, como lo
definiría Bosch- que es dirigido por el gobierno ha evolucionado tanto
como lo ha hecho el mercado. Pero en esa evolución ha resultado bastante
evidente que debe dársele la mayor libertad posible al mercado para que
los individuos y las sociedades en su conjunto puedan alcanzar niveles
superiores de desarrollo; de manera que los gobiernos deben ser
sumamente cuidadosos en las formas que utilizan para intervenir en la
economía.
En
este orden, el Estado del bienestar -como lo conocemos hoy- es una
realidad que se configura luego del primer tercio del siglo XX. Y surge,
precisamente, luego que las sociedades capitalistas -como las de
Estados Unidos y Europa- habían alcanzado un desarrollo extraordinario
de sus fuerzas productivas en el contexto de una baja presión
tributaria. Las experiencias históricas no tienen por qué replicarse de
un país a otro. Pero es claro que la tributación juega un rol
importantísimo en el proceso de desarrollo de una economía.
Todos
aspiramos -no puedo pensar en una excepción- a una sociedad organizada,
civilizada, educada, en la que los individuos en pleno ejercicio de sus
derechos y deberes puedan libremente -en igualdad de oportunidades-
desarrollar plenamente sus capacidades.
A pesar de lo “poético” que esto
pudiera parecer está conectado en la práctica con los límites que deben
normar la intervención del gobierno en la economía. La responsabilidad
con que debe dirigirse el Estado no permite que las políticas se definan
por clamor popular. Un ejemplo de nuestros días es el reciente
referéndum en Gran Bretaña.
Justamente,
una reforma fiscal requiere algo más que sumar las demandas populares y
relacionarlas con el PIB. Debe estar fundamentada en una visión de la
economía y de las instituciones que le sirven de soporte. Una reforma
fiscal no puede ser una oportunidad para aumentar la capacidad
distorsionadora del Estado. No se trata de una bipolaridad entre la
anarquía y un Estado-Leviatán. Se trata de encontrar un balance entre
Estado y mercado, de manera que el primero no destruya al segundo.
En
realidad, hablamos de una visión económica que supere la tradicional
visión contable -nada en contra de la contabilidad, por supuesto- de la
economía en la que la aritmética sustituye a una comprensión más
profunda de los procesos económicos. Sin una apropiada visión económica
se nos escapa que si bien los problemas son macroeconómicos -como bien
ha dicho alguien- sus soluciones son microeconómicas.
Una
reforma fiscal en las presentes circunstancias debe, por tanto,
promover un apropiado clima para que las iniciativas de los individuos y
de las empresas encuentren formas de hacerse realidad en beneficio de
toda la sociedad. Su punto de partida debe ser un examen riguroso del
gasto público, pues su ineficiencia se convierte en una presión para
aumentar los impuestos. Un ejemplo de esto es el gasto en salud. Se pide
un mayor gasto en salud, pero esas demandas no se traducen en la
necesidad de un examen de la calidad de ese gasto que ha causado el
colapso del sistema público de salud. Y se piensa que gastando más se
resuelve el problema. Una verdadera ilusión.
Arthur
Seldon (2002) plantea que los «remedios» del gobierno hacen con
frecuencia “más daños que bien en el largo plazo debido a tres
persistentes y por largo tiempo ignorados excesos del gobierno: sus
«curas» son iniciadas demasiado rápidas, duran demasiado, y son
continuadas por demasiado tiempo. Una vez que una cura es introducida,
permanece por años o décadas...”. En el caso del sistema tributario
dominicano “la cura” ha sido configurar un sistema lleno de trabas para
la producción. Y todavía nos preguntamos del porqué de la informalidad y
de la evasión.
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