viernes, 17 de junio de 2022

CONTAGIO GLOBAL! “Fiebre de Sábado por la noche” o los ritos tribales de una generación

En el aire de "El pacto Copernico", Hernán Moyano repaso el clásico que revivió la música disco "Fiebre de sábado por la noche" de John Badham

Tomado de https://www.radiocantilo.com/

En 1975, el periodista británico Nik Cohn viajó a los Estados Unidos con la intención de escribir crónicas vinculadas a la cultura pop surgida al amparo de los nuevos sonidos “disco”. “Another Saturday night” fue el título del artículo aparecido en la revista New York el 7 de junio de 1976 y cuyo titular anunciaba una incursión desenfrenada en “los ritos tribales del nuevo sábado a la noche”.

Cohn retrató a la nueva generación de jóvenes italioamericanos de clase obrera, oriundos de la zona del Bay Ridge y aplicados obsesivamente a una serie de rituales de moda y baile con epicentro en la discoteca local, la “2001 Odyssey”.

Aunque la intención inicial de Cohn era radiografiar anímicamente a toda una generación de “mods”, el verdadero protagonista de la historia es “Vincent”, un muchacho de 18 años, empleado de una pinturería, el “face” más famoso del barrio que, por las noches, se transforciónma en el rey de una pista de baile sacudida por las nuevas ondas “dance”.

El carácter antropológico del relato de Cohn queda claro desde el principio y no elude los costados más controversiales de una generación furiosa: misoginia, homofobia, racismo y otros vicios rigen la vida de un grupo de amigos heterosexuales, católicos y blancos, que persiguen un ideal de pertenencia y superación social vinculado a la vida glamourizada y brillante de las discotecas, aun cuando, en palabras de Jeremy Gilbert en su ilustrativo Cultura y políticas de la música dance (1999) “el relato de Cohn de la vida nocturna de los suburbios y sus costumbres subculturales expone una argumentación típicamente marxista en la que la discoteca sirve para invertir la posición social de los faces mientras preserva el estricto sistema jerárquico que los oprime desde el exterior”.

En 1977 el productor australiano Robert Stigwood decidió llevar esa historia a la pantalla, quizás advirtiendo que las discotecas comenzaban a dejar de ser lugares cerrados y sectarios para transformarse en verdaderos polos culturales.

Cuando el cuerpo de John Travolta (el “Vincent” original del relato de NikCohn es ahora “Tony Manero”) entra en la historia del cine bailando las irresistibles melodías de los BeeGees (ahora sabemos que Travolta tuvo que insistir, y mucho, para que se pusiera mayor énfasis en las escena de baile), la desesperación de clase media que flota pesadamente en su hogar queda momentáneamente opacada por una ceremonia de pasaje en la que se mezclan, en partes iguales, hambre de seducción, nihilismo hormonal y capacidad de resistencia frente a una realidad amarga y en extremo frustrante.

A pesar de las numerosas “licencias” históricas que el director John Badham y su guionista Norman Wexler se permitieron, no deja de resultar llamativo el envidiable poder de seducción que Fiebre de sábado por la noche sigue ejerciendo a más de cuarenta años de su estreno, muy especialmente cuando se toma conciencia de que el tono general del filme está bien lejos del recuerdo azucarado instalado en el inconsciente colectivo.

La ciudad de New York carece del brillo que el tono juguetón de la película podría sugerir, y los exteriores a menudo son retratados con la crudeza y el gusto por del detalle “sucio” que, tres años más tarde, William Friedkin reclamaría como propios para el viaje infernal de Al Pacino en Cruising (1980).

El final aleccionador, con un Tony aceptando por fin el pasaje a la vida adulta y el fin de los sueños de libertad adolescente, no consigue opacar la angustia latente en un filme sobre la soledad de la mente y el vacío del cuerpo y el corazón cada vez que se apagan las luces y la música deja de sonar, que incluye en su trama una violación y un suicidio, y cuya asociación deslumbrante entre imágenes y sonidos ha excitado y emocionado, al menos, a dos generaciones.

Fiebre de sábado por la noche se filmó en 1977 y tiene como base un artículo periodístico falso.

Allí, el protagonista era Vincent, un talentoso bailarín amateur, el origen del famoso Tony Manero que finalmente interpretó John Travolta. Tiempo después, el mismo cronista confesó que la historia era inventada, pero que esos modos del bailarín sí eran reales,

Así como John Travolta era Tony Manero, Karen Lynn Gorney era Stephanie Mangano, y los dos la pareja de baile más sexy y conectada del mundo.

Esa afinidad entre ambos actores fue necesaria en la escena en la que bailan juntos, casi una hora después de comenzada la película, e improvisan una especie de tango con danza jazz. Realmente improvisaron ya que se supo tiempo después, que ese día el coreógrafo no había estado presente en el set de filmación y que tuvieron que hacerlo todo ellos solos.

“La película Saturday Night Fever llevó a la pista de baile a millones de estadounidenses al ritmo de la música disco”, dijo el 12 de junio de 2018, el senador por el estado de Nueva York, Marty Golden. El político destacó que Travolta “cambió para siempre la cultura de Brooklyn y la de los Estados Unidos, tanto en la moda como en la música”. Aunque quiso ser grandilocuente, Golden se quedó corto. La cultura mundial fue la que cambió para siempre y en cada barrio de la ciudad más remota, con o sin música disco, seguirá habiendo miles de chicos y chicas que, como Tony Manero con su traje blanco, abandonan cada noche su disfraz de persona corriente para convertirse, a su modo, en los reyes y reinas de la pista.

Fiebre… estaba un relato mucho más oscuro: el retrato de una juventud marginal, en cuyo día a día debía lidiar con la delincuencia, el machismo, la falta de oportunidades, el abuso sexual y la discriminación. La pista de baile para Manero y compañía era el único lugar en donde se podía encontrar un mínimo sentido de realización personal.

Pero a pesar de su legado cinematográfico, probablemente su mayor influencia no estuvo en la pantalla grande ni en las salas, sino en las pistas de baile. El impacto cultural y generacional del largometraje se debe en gran parte a su inolvidable banda sonora. La misma que, casi como otra jugarreta del destino, también nació casi por casualidad.

Hasta mediados de los 70, los BeeGees eran un conjunto integrado por los hermanos Barry, Robin y Maurice Gibb, y que había gozado de una oscilante carrera desde el decenio anterior, marcada por melodías barrocas, singles inofensivos que intentaban arañar un espacio entre la estampida creativa de esos años, portazos de algunos de los representantes más cotizados de la época y varias fricciones internas que casi terminan con todo en el despeñadero. Pese a ello, se habían anotado hits memorables, como la evocativa Massachusetts, que trataba de un hippie arrojado a su suerte en la carretera: o sea, aún ni imaginaban un futuro saturado de bolas de cristal y bailes nocturnos.

Cuando la marcha de los años los obligó a la reinvención, el grupo se fue acercando cada vez más al sonido bailable, aunque sin una repercusión sustantiva. Hasta que en 1975, cuando se trasladaron a los estudios Criteria de Miami, vino la escena que cambió para siempre sus vidas y las de millones de adolescentes en el planeta. Mientras grababan Nightson Broadway, canción que formaría parte de su siguiente trabajo (Maincourse), Barry Gibb puso su voz cada vez más aguda y la estiró hasta alcanzar un falsete imposible. El productor, Arif Mardin, quedó maravillado y sólo atinó a apuntarlo con el dedo: “¡Eso es lo que debemos hacer!”.

Con la fórmula correcta entre sus manos, en 1977 se encerraron a grabar su nuevo trabajo, cuando recibieron el telefonazo del productor discográfico Robert Stigwood, encargado de la música del proyecto que inmortalizaría la onda disco en la pantalla grande. Eso sí, los hermanos Gibb nunca fueron la primera alternativa.

En las grabaciones más relevantes, y cuando la cinta ya había iniciado hace rato su rodaje, la composición que se replicaba en casi todas las escenas era Lowdown, de BozScaggs. Pero su sello, Columbia Records, no les otorgó autorización legal, debido a que querían ceder el track a otra iniciativa similar que también estaba explorando el fenómeno disco (proyecto que jamás prosperó). Recién ahí contactaron a los BeeGees, quienes ya tenían un par de temas grabados que terminaron entregando a la historia, como Youshould be dancing.

“Los BeeGees ni siquiera estuvieron involucrados en la película al principio. Ellos sólo llegaron al proceso de postproducción. Yo pasé mucho tiempo sólo bailando Stevie Wonder y Boz Scaggs”, comentó años después John Travolta.

Finalmente, el premio fue colectivo. El disco con la banda sonora fue lanzado el 15 de noviembre de 1977, aunque el single de adelanto fue A fifth of Beethoven, presentado tres meses antes.

Como el disco salió casi al final de temporada, 1978 fue el momento en que se disfrutaron sus mayores beneficios: de los 21 números uno de ese año, ocho fueron del trío originario de Australia, igualando la racha triunfal que sólo los Beatles habían conseguido en los 60. En marzo de 1978, cinco de las 10 primeras canciones del Billboard eran de los Bee Gees. Cerca del 2% de todo lo que vendió la industria del disco en ese año corresponde al soundtrack del largometraje.

Pero cuando los tiempos cambiaron,la banda nunca supo cómo reinventarse. Empezaron a ser sinónimo de una prehistoria que había desaparecido en el tiempo. Hasta debieron componer canciones para otros, pero camuflando sus apellidos: en los sintéticos 80, nadie quería vincularse en demasía a ellos. Eso sí, su huella de baile, timbres agudos y melodías irresistibles hoy sigue sonando fascinante.

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