Santo Domingo - sep. 15, 2025 | Diario Libre
Hace unos meses, una encuesta patrocinada por el Ministerio de Economía reveló un dato inquietante. Buena parte de los dominicanos confesaba que veía aceptable la corrupción siempre que sirviera para "resolver problemas". Dos de cada tres esperaban algún favor personal si un familiar alcanzaba el poder. Casi la mitad reconocía que se sentiría comprometida a votar por un político que le ofreciera una ayuda económica.
Más que simples porcentajes, es el retrato de una cultura política que ha permitido que la corrupción eche raíces en la vida diaria. El problema ya no se limita a los funcionarios que saquean ni a los tribunales que callan. El mal se sostiene también en la indulgencia social, en la complicidad de quienes asumen el clientelismo como un derecho; y el soborno, como alivio.
Allí se esconde la verdadera impunidad. No la que nace de un expediente archivado ni de un juez complaciente, sino la que surge del consentimiento colectivo. Cuando lo público se percibe como botín y el mérito se desplaza por la trampa, la sociedad renuncia a los cimientos que sostienen el orden democrático.
El resultado es devastador. Una ciudadanía que legitima la corrupción se convierte en su principal guardián. Una democracia que la tolera se transforma en terreno fértil para el abuso. Ninguna ley basta si no existe un rechazo compartido. Ninguna reforma resiste si la mayoría sigue convencida de que "resolver" justifica corromper.
El desafío va más allá de castigar a los culpables. Implica arrancar de raíz esa idea perversa de que la corrupción puede ser útil. Solo entonces lo público recuperará su sentido de bien común, y la convivencia se asentará sobre principios firmes y no sobre el atajo fácil de la impunidad.
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Aníbal de CastroAníbal de Castro
Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.